Todos los cristianos, en virtud del bautismo, estamos llamados a la evangelización. Nuestra condición de cristianos nos vincula a la Iglesia, que existe para evangelizar. Todos somos apóstoles, todos misioneros. La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia (...). Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar. (Evangelii Nuntiandi 14). Toda vocación eclesial tiene esta dimensión misionera aún desde la vida contemplativa, como nos ha mostrado Teresita. La Iglesia, y todos con ella, hemos sido llamados y existimos para evangelizar. Para todos es el encargo: Id, pues y evangelizad a todas las gentes. (Mt 28, 29). Nuestra vocación es a la misión, nuestra llamada es a misionar. La respuesta adecuada es ejercer de misioneros.
Por ello somos testigos. Ser testigos es ser portadores del encuentro profundo con Jesús y de su mensaje de liberación. A todo cristiano, a todo Misionero de la Esperanza, incumbe la tarea de anunciar el Evangelio. Cristo llama a los que quiere para que le acompañen y enviarlos a predicar. Somos nosotros los que debemos responder a esa llamada, concretado en Mies en el apostolado con niños y jóvenes. El Misionero de la Esperanza, enamorado profundamente de Jesús e impulsado por el Espíritu, no tiene más remedio que hacer del anuncio de los valores del Reino “vida de su vida”, llevándole esto a tener conciencia plena de su ser misionero enviado por Jesús y a poner todos sus recursos en su servicio. Este carácter misionero es personal, como personal es la llamada, y señala algo más que la pertenencia a una asociación que hace cosas relacionadas con la misión; nos mantiene inquietos y en donación constante, avivando en nosotros el celo apostólico que se refleja en la vida como una entrega sin reservas al servicio de los niños y los jóvenes. La vocación engloba toda la vida del Misionero de la Esperanza, no podemos vivir nuestra vida al margen de ella, al contrario, ésta tiene que estar en función de la misión a la que hemos sido llamados.
Una peculiaridad de nuestro carisma es la forma de vivir y llevar a cabo nuestro irrenunciable carácter apostólico con que la vocación nos marca “como a fuego”. En la medida en que hemos sido hechos misioneros, la referencia ineludible de nuestra fidelidad a la llamada es nuestra entrega a la misión, el celo con que encaramos aquello que nos ha de hacer felices. Hemos sido convocados a anunciar la Buena Noticia del Reino entre los niños y los jóvenes.
Los Misioneros de la Esperanza, a la manera de Jesús, tenemos que seguir educando la mirada para redescubrir este gran don de Dios, experimentando su llamada a encarnarnos en el mundo de los niños y jóvenes por la solidaridad humana y evangélica y por el contacto directo que permite “ver, oír y dejarse tocar” por sus vidas. Conocer la realidad de los niños y jóvenes desde la perspectiva de Jesús, sigue siendo hoy una necesidad que nos exige establecer una relación de acercamiento, diálogo e interacción con ellos. Este conocimiento es medio para realizar mejor nuestra tarea.
No. Nuestro testimonio abarca cada momento de la vida y la búsqueda de la justicia es obligación de cada cristiano. No obstante, nuestro carisma nos sitúa en la enorme misión de la Iglesia ante una tarea concreta e ineludible: la evangelización y la liberación integral de la infancia y la juventud.