HOMILÍA DOMINGO III ADVIENTO- A (11 diciembre 2022)
Mt 11, 2-11
La empatía es ese ejercicio de ponerse uno en la piel del otro; intentar ver la situación
desde su perspectiva; hacernos cargo de sus sentimientos; intentar entender su lógica.
Hoy vamos a hacer un ejercicio empático con Juan Bautista. Con él nos vamos a ir a la
cárcel de Maqueronte en la que está arrestado por servir a la verdad. Con el tiempo
pareciera que es algo sin importancia. Pero, ¿y si alguno de nosotros fuese arrestado por
cualquiera de las dictaduras actuales siendo violados todos nuestros derechos? ¿Qué
sentiría Juan en esos momentos después de tanta lucha por el bien? Estando en la cárcel
tiene noticias de las obras que hace Jesús. No es tal como pensaba. Él tenía una imagen
del Mesías a la que le pegaban más el hacha, el bieldo y el fuego que las comidas
reconstituyentes con los pecadores y las parábolas que hablaban de misericordia. Y a
ese hombre del desierto, acostumbrado a bregar con la dificultad, también le llega la
duda, la tentación del escándalo. Necesita despejar incógnitas: ¿será él o tendrá que
esperar a otro?
Lo más probable es que nosotros no estemos encarcelados como Juan, pero lo mismo sí
confusos y tentados de escándalo como él. El ejercicio de empatía resulta tan fácil o
difícil como contactar con nuestros propios sentimientos. El profeta Isaías quería alentar
la esperanza de su pueblo que sufría el destierro. Deseaba fortalecer las manos débiles y
robustecer las rodillas vacilantes de los que estaban decaídos. Les hablaba de páramos y
yermos que florecían; de ciegos que recuperaban la vista y de sordos que terminaban por
oír. Les prometía un tiempo en el que la pena y la aflicción se alejarían. En sus salmos,
este pueblo cantaba la fidelidad perpetua de ese Señor que daría pan a los hambrientos
y liberaría a los cautivos. Y muchas siglos después, poniendo como ejemplo a los
profetas, invitaba a los primeros cristianos, a través de los apóstoles, a tener la paciencia
del labrador sufrido que espera a que la tierra dé su fruto.
Es posible que te encuentres en una “prisión de Maqueronte”. Allí, como Juan, te haces
preguntas: ¿No llevamos ya muchos siglos esperando? ¿No va la humanidad a peor?
¿Dónde están los cautivos liberados? ¿Cuánto más tienen que esperar los hambrientos a
recibir pan? La aflicción y la pena, ¿se han alejado o se han acrecentado? ¿Es verdad
que vendrá? Juan envió una delegación a preguntar a Jesús. Ese privilegio no lo tenemos
nosotros. ¿A quién podríamos acudir para que nos hablara de esperanza? Pues a
aquellos que tienen sobrados motivos para desesperar y siguen esperando. Mientras yo
escribo estas líneas plácidamente en mi sillón hay una minoría significativa que espera en
medio de los desiertos y yermos existenciales. Ellos se convierten en testigos de
esperanza y yo solo soy su pregonero. Son ellos los que, sin tener un techo que los
cobije, siguen alabando la bondad de Dios. Son los que siguen elevando sus ojos al cielo
desahuciados en su enfermedad. Son los que mal vestidos y desnutridos siguen
luchando y confiando. El maestro o la maestra de esperanza se forja en el llanto, en el
quebranto, en la situación extrema. De ahí renacen los que pueden seguir mirando al
futuro con realismo esperanzado. Ellos son los que pueden enseñarnos a vivir en
esperanza. Son misioneros de la esperanza.
A ellos acudimos con el pensamiento iluso de que los podemos ayudar. Y, sin duda,
podemos aliviar su sufrimiento. Pero ellos, si nosotros nos dejamos, desestabilizan
nuestros planteamientos ficticiamente seguros. Ellos nos enseñan que la esperanza no es
una idea mágica y bella; que la otra cara de la moneda es la desesperanza. Que sólo elque ha estado al borde de la desesperación puede esperar de verdad. Ellos nos enseñan
a cuestionar de forma comprometida nuestras formas de vida; a relativizar muchos
absolutos y muchas necesidades. Ellos nos enseñan las virtudes que fraguan el temple
del verdadero “esperante”: la convicción del agricultor que solo viendo tierra sabe que de
ahí saldrá fruto.