HOMILÍA SAGRADA FAMILIA-C (26 diciembre 2021) / Lc 2, 41-52
Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. La cuestión es que no sabemos mucho
de ella. Y lo que nos ha llegado ha pasado por el corazón de aquellos que nos lo han
contado. Sabemos que era una unidad familiar reducida: Jesús que, a juzgar por el
evangelio de hoy, era de “altas capacidades”; María, a la que ya le avisaron que mejor se
hubiese llamado Dolores; y José, obediente a Dios hasta en los sueños. Una familia muy
humilde zarandeada por los acontecimientos como sólo son sorprendidos los pobres:
que si tienen que parir de mala manera; que si se convierten en uno más de los
desplazados de todos los tiempos; que si viven como migrantes o refugiados hasta que
cambie la situación política de su país. Considerándolos por separado, nos imaginamos
que la convivencia debió ser “canela en rama”. Pero el sufrimiento en la familia no
provino de actitudes dañinas de alguno de ellos. Ese “niño”, desde siempre, y mira que
era “bueno”, dio a sus padres muchos quebraderos de cabeza. Su pobre madre se
dedicaba a guardar las cosas en su corazón; a dejar que, desde la hondura, adquiriera
sentido el sin sentido. Cuando no era la angustia de buscarlo durante tres días y hallarlo
en medio de los doctores de la ley, era el tener que ir a buscarlo porque tenía una
concepción diferente de eso de estar en sus cabales. ¿Y la angustia de verlo crucificado?
Es curioso, los tres eran “fantásticos”, pero en esa casa había “problemas”. Entonces,
¿por qué la llamamos “sagrada” familia? La llamamos así porque son “sagrada” no
mágica, ni fantasiosa familia. En nuestro imaginario fantaseamos con un hogar, el de
Nazaret, muy pobre, pero muy limpio; tienen casi menos de lo justo para vivir, pero están
impecables, mucho mejor que sus vecinos, claro está. La convivencia es perfecta en
tanto que sienten como ángeles: bondad, cordialidad, amabilidad, empatía, simpatía. Ni
imaginamos que se pudieran enfadar los unos con los otros. Y armonía, mucha armonía.
Pero la sacralidad de esta familia la expresaría tomando prestadas unas palabras del
cantautor Silvio Rodríguez: “Sólo el amor convierte en milagro el barro”. Los tres, hasta
Jesús, son barro, son humanos, son un continuo interrogante en una oscuridad sin
límites. Pero los tres, cada uno a su manera, y salvando las diferencias, han sido tocados
y habitados por la divinidad. Cada uno en su diferencia se han unido en torno a un
proyecto común. El barro de su familia se ha convertido en milagro porque se han
trascendido en el amor. Ya no importa tanto lo que la familia les pueda dar, sino cómo
darse a una familia que no se agota en ellos al estar al servicio de algo que los
trasciende. Son barro porque tienen que atravesar la espesura de las diferencias. Se
aman “a rabiar”, pero tienen que vivir la impotencia de descubrir que, a pesar de todo,
son un misterio el uno para el otro. Pero el amor convierte la distancia hiriente de la
diferencia en entrega gratuita al otro en su singularidad.
Hay muchas “sagradas familias” o, dicho de otra forma, en cada familia hay algo de
sagrado. Estas no están hechas de fantasías o de deseos infantiles proyectados, sino de
realidad, o lo que es lo mismo, de barro. En estas “sagradas familias” el amor no es un
objeto poseído para siempre que garantiza el éxito seguro, sino que es la actitud
profunda del corazón que consigue milagros cada día: el milagro de perdonarse después
de una pelea; el milagro de seguir aun habiendo motivos para tirar la toalla; el milagro de
aprender a amar al otro tal y como es, no como lo o la soñé; el milagro de seguir
queriendo cuando los otros no satisfacen mis expectativas; el milagro de mantenerse
cuando la tragedia ha desestabilizado a la familia; el milagro de mantenerse vivos cuando
la rutina, el día a día, va corroyendo la ilusión de los comienzos. Señales de esa
sacralidad se encuentran en familias que perviven, pero también en las que sucumbieron;
en las que llamamos clásicas y en esas otras que rompen los moldes de siempre.