HOMILÍA DOMINGO XXIII T.O-B (5 septiembre 2021)
Mc 7, 31-37
En el evangelio se nos narran muchos milagros. En muchos de ellos el papel de Jesús
parece bastante liviano: da una orden, toca, deja que le toquen el manto… Sin embargo,
en otros tiene que intervenir concienzudamente. Es el caso, por ejemplo, del evangelio de
hoy. Si seguimos la secuencia de todo lo que hace nos encontramos con que: aparta al
sordo de la gente, se queda con él a solas, le toca los oídos, pone saliva en sus dedos y
le toca la lengua y le dice una palabra (“effetá”, ábrete). Poco más adelante ocurre lo
mismo con otro milagro, el del ciego, en el que también se tiene que emplear a fondo.
Ambos se producen en un contexto en el que a los discípulos les cuesta entender lo que
dice Jesús, como si fueran un poco sordos y ciegos para las cosas del Reino. Es cierto
que hace tiempo que le siguen, pero no terminan de enterarse ni de creer. Jesús, como
en las curaciones del sordo y del ciego, tiene que emplearse a fondo con ellos.
¿No es fácil adivinar en esta historia nuestra propia historia? Hace bastante tiempo que
seguimos a Jesús. Y el mismo tiempo que nuestro seguimiento es ambiguo. Decimos
que creemos pero nos descubrimos sintiendo que en este universo estamos solos y sin
nadie que nos sostenga. Decimos confiar y vivimos como si todo dependiera de nosotros
mismos. Hablamos de que Dios cuida de nosotros y no podemos vivir sin graneros
repletos de semilla como si eso fuera a garantizar nuestro futuro. Hablamos de ser hijos y
hermanos y permanecemos inactivos y silentes ante tanta barbaridad que continuamente
se perpetra en nuestro planeta.
Pero en la vida no tiene tanta fuerza nuestra sordera como la capacidad de Jesús de
decir: “Effetá” (“Ábrete”). Lo que dificulta la situación no es que seamos “sordos”, sino
que no acudamos a Jesús y nos dejemos trabajar por él. El milagro existe, pero el
formato más normal del milagro se llama proceso. En un proceso lento y complejo como
la vida misma el Espíritu nos va abriendo y liberando de nuestras sorderas. Y lo hace
cuando hay alguien que, con la confianza puesta en Dios, se lanza a vivir la vida a fondo
y prestando atención. En esta ocasión Jesús no nos tocará ni los oídos ni la lengua, pero
sus manos estarán trabajándonos en ese acontecimiento que acaece en la vida, en esa
asignatura pendiente que arrastramos de nuestra infancia, en las etapas de los procesos
de crecimiento, en ese libro leído o en lo que se dijo en aquellos ejercicios espirituales.
Unas veces sentiremos que “estamos en el cielo”, otras que caminamos por una llanura
estéril que se pierde en el horizonte, también pudiéramos incluso descender a nuestros
propios infiernos. Pero Jesús sigue susurrándonos: “Effetá”. Y esa Palabra leída desde la
profundidades del corazón en la intimidad de la oración irán haciendo posible el milagro.
Pero no puede faltar nunca la esperanza. La persona de esperanza tiene un punto de
candidez confiada, porque sabe seguir adelante por esos caminos donde muchos ya
vienen de vuelta. Caminan creyendo que de los desiertos brotarán aguas, como dice el
profeta Isaías. Se ponen en marcha con la seguridad de que, el Dios que hace atravesar
áridos desiertos a los cojos y ciegos, los conduce de la mano. En este mundo donde no
hay ideales, donde la nada destroza silenciosamente el sentido de las gentes, se
permiten ser utópicos y creer que llegaremos a sentar en nuestras iglesias, en nuestras
sociedades, en nuestros lugares de decisión, en los conciertos internacionales a
personas elegantes y con anillos y a gente pobremente vestida, como dice el apóstol
Santiago. Pero la utopía la llevan más lejos, porque esperan que los primeros serán los
que ahora son los últimos.