HOMILÍA DOMINGO III ADVIENTO-C (12 diciembre 2021)
Lc 3, 10-18
Es probable que todos, en algún momento, hayamos visto una de esas películas bélicas
en las que el sargento de instrucción arengaba a los soldados con toda clase de insultos
y barbaridades. Mientras tú, sentado ante el televisor, te sentías intimidado o humillado
ante tales voces y palabras, en la tropa provocaba la reacción contraria. Salían
estimulados y enardecidos para afrontar todas las dificultades del tiempo de preparación
de cara a la guerra. Pues con el perdón de Juan El Bautista, y salvando las distancias, el
evangelio de hoy puede tener sus parecidos. Nuestro querido Juan, según lo que se
cuenta, debía “imponer”. Sus ejemplos a nosotros nos intimidan: hachas que están
tocando la raíz dispuestas a cortarlas; bieldos para aventar la parva; paja que separada
del trigo se quema. Pues lo que a nosotros nos pudiera resultar un tanto fuerte, al
auditorio de nuestro Bautista lo animaba a preguntar: “¿Qué debemos hacer?”. Los
llamaba pecadores, los invitaba a la conversión y decían que estaban de acuerdo, que
necesitaban que les dijeran lo que tenían que hacer. Pero todo lo que tenía de
“imponente” Juan El Bautista lo tenía de humilde y realista. Él sabía quién era y sabía, y
así lo decía, que no era el Mesías; que simplemente bautizaba con agua, pero vendría el
que lo haría con Espíritu Santo y fuego. Alguien tan grande que él no se atrevía ni hacer lo
que hacían los esclavos: desatarle la correa de las sandalias.
Nosotros también nos preguntamos qué debemos hacer. Deseamos seguir a Jesús de tal
manera que nuestra fe afecte a todos los órdenes de nuestra vida y de ahí que nos
hagamos la pregunta. Pero dicha pregunta tiene sus niveles. Vamos a darnos un paseo
por ellos. El primero de ellos descarta la pregunta en sí misma sustituyéndola por otra. En
vez de preguntarnos qué debemos hacer, nos preguntamos qué deseamos hacer. Sería
vivir no desde ningún valor o proyecto, sino desde lo que vamos experimentando a
niveles superficiales: lo que quiero, lo que se me apetece, lo que deseo.
El segundo nivel ya comenzamos a preguntarnos qué debemos hacer, pero de una
manera muy tosca. Consideramos que hay otras personas con las que nos comprometen
algunos principios generales: no matarás, no robarás… Pero todo sin que entre ellos y
nosotros hubiera compromiso alguno, sino como un pacto de no agresión. Yo a lo mío y
tú a lo tuyo.
En el tercer nivel, la pregunta del qué debemos hacer ya adquiere mayor sensibilidad. Los
otros, aunque desconocidos, me resultan algo propio, es como si con ellos pudiera
constituir la familia de la humanidad. Ya no sería solamente no matarlos, ni robarles, sino
que hay algo me une a ellos que me hace trascenderme en beneficio de ellos. Los otros
no me dejan indiferentes, sino me comprometen; me hacen salir de mí mismo para
ocuparme de ellos y cuidar de ellos. Me llevan a lo que dice el evangelio de hoy: “El que
tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo
mismo”.
El cuarto nivel es cuando le pongo nombre a esos con los que puedo compartir: se
llaman hermanos; hermanos del mismo Padre que cuida de ellos y de nosotros; que los
ama y nos ama. Quizás Juan fuera un poco brusco a la hora de expresarlo con tanto
hacha y tanto bieldo pero, ¿no tenía razón cuando invitaba a considerar si vamos por la
vida de hermanos? Ojalá que de este adviento surgiera una pregunta desde lo profundo
del corazón: “¿Qué debemos hacer?