HOMILÍA DOMINGO XX T.O-C (14 agosto 2002)
Lc 12, 49-53
Hace mucho, mucho tiempo unos hermanos que vivían en Abitina perdieron la vida por ir
a Misa. Desobedecieron la orden del emperador y ello los condujo a la muerte. Cuando
le preguntaron a uno, que se llamaba Emérito, les contestó que sin eucaristía no podían
vivir; que cómo podrían afrontar el día a día sin el alimento del Domingo. La realidad ha
cambiado un poco, ¿verdad? Aunque en algunas partes de nuestro mundo se repita la
escena de los mártires mencionados, en otras la Misa pareciera que se ha convertido en
un rito social y rutinario. Cuando participamos de ella se nos pone “cara de Misa”: rostro
serio e inexpresivo. Y el que preside siente cómo muchos ojos están mirando hacia él.
Pero, ¿qué se esconde tras esas miradas y esas caras que, normalmente, no dicen
mucho? Pues tras esas apariencias hay una vida que late. Al sentarnos en el banco del
templo traemos con nosotros todo lo que hemos dejado al entrar y volveremos a vivir al
salir. En nosotros, conforme estamos en la celebración, se hace presente mi situación
personal actual, la situación de mi familia, las vivencias del trabajo o del paro, las cosas
del amor y el desamor, de la salud y de la enfermedad. Algunos caemos en la tentación
de ver a Dios como un mago que tiene la facultad para conseguir de nosotros lo que nos
procuraría el mejor de los psicólogos, para curarnos de tal enfermedad, para
encontrarnos empleo o para cambiar de forma de pensar al hijo rebelde. Pero, en
muchas ocasiones, no buscamos falsas magias; pero sí hayamos en la celebración esa
fuerza que necesitamos para permanecer en la dificultad, la luz para ser agradecidos por
las cosas sencillas de la vida,,la esperanza para vivir la enfermedad, o la sabiduría para
seguir tomando esa decisión pendiente. Sin que fuera la motivación dominante, la
relación con Dios nos aporta “bienestar”. ¿Y eso es malo?
No lo es si no hacemos de ese “bienestar” algo absoluto, es decir, si entendemos que la
vivencia de la fe, en ocasiones, nos puede producir “malestar”. El profeta Jeremías sabía
que tenía una misión y que esta estaba por encima de sus ganas y gustos. Muchas veces
se vio en la obligación de decir lo que le acarrearía muchos problemas. Como dice la
carta a los Hebreos, él era como un corredor que tenía que poner los ojos en la meta; lo
importante era llegar a toda costa y, para ello, había de desprenderse de lo que fuera
necesario, aunque fuera del “bienestar”. Esa fue la experiencia de Jesús de Nazaret. Nos
imaginamos que su intención era ir sembrando de amor, paz y unión los lugares que
frecuentara. Pero la experiencia le decía lo contrario: su persona y sus palabras eran
ardientes, prendían un fuego devorador, de los que consumían y arrasaban. Y a aquellos
que aceptaban su mensaje tenían problemas hasta con los más cercanos. Él mensaje del
Reino le hacía vivir con el agua al cuello y terminaría ahogándolo y matándolo. Ese era el
bautismo que tenía que atravesar.
A poco que vivamos el Evangelio esa es la experiencia que podemos tener. Unas veces la
fe me da paz; en otras me pone en situaciones angustiosas, porque me exige vivir lo
cotidiano llevando la cruz, con los valores del Evangelio. Es probable que por ser
seguidores de Jesús hayamos tenido que ser mediadores de comunión y artesanos de
paz creando espacios de encuentro y diálogo; pero también puede que hayamos vivido la
prueba de ser criticado, rechazado o atacado por haber defendido o denunciado algo por
nuestras creencias. Quizás esto debiera ocurrir con más frecuencia. ¿Será que hemos
perdido algo de la dimensión profética de nuestra fe?