HOMILÍA DOMINGO XXXIII T.O-A (15 noviembre 2020)
Mt 25 14-30
Dicen que una persona se pasó la vida viviendo en un campo en el que había un
inmenso tesoro. Jamás se enteró de la fortuna que pisaba. Murió siendo pobre. Su
heredero intuyó algo de la riqueza escondida. Y, siendo igualmente pobre, se pasó
muchos años buscando el tesoro, hasta que lo encontró. Ya era rico. Pero ahora le
quedaba otro tipo de búsquedas esforzadas. Por delante tenía el reto de descubrir qué
quería hacer con todo lo que tenía. Pasó unos años asustado, protegiendo sus
posesiones. Y éstas, en vez de crecer, al no producir, menguaban. Un buen día se dijo
para sí que no merecía la pena vivir acobardado y asustado; que, o arriesgaba, o iba a
perder hasta el último cuarto de todo aquello que escondía con tanto celo. Y así hizo. El
miedo dio paso al riesgo; el deseo de conservar se convirtió en espíritu creativo; de
permanecer asustado viviendo como dejándose morir se dedicó con pasión a sus
negocios. Tuvo la suerte de encontrar un tesoro; pero tanta o más la tuvo al encontrar y
decidirse a invertir creativamente lo que tenía.
Los evangelios de estos domingos cercanos al Adviento quieren animarnos a
tomarnos la vida en serio. Hoy se nos ofrece la parábola de los talentos. En ella se nos
cuenta cómo un hombre que se va de viaje da a cada empleado un dinero según sus
capacidades. Al volver llama servidores buenos y fieles a los que han arriesgado e
invertido lo que se les dio y han obtenido beneficios. Por el contrario, llama negligente y
holgazán al que ha enterrado el dinero; ni siquiera ha hecho por ponerlo en el banco para
que rindieran sus intereses.
No es difícil pasarse la vida como esa persona que murió pobre pisando un tesoro.
Podemos vivir tan dispersos, fragmentados y hacia fuera que, en vez de vivir la vida,
llevemos una vida arrastrada. Nos arrastran las circunstancias, los estados de ánimo,
nuestras vivencias pasadas, los amores o desamores. Pero en nuestra existencia no hay
nadie que coja el timón y diga dónde quiere ir, sino que se navega a la constante deriva
hasta hundirse o encallarse. Tampoco es tan infrecuente ver a gente rica de potencial
humano, pero inmóvil por lo que fuera. Poseen talentos y saben de ellos; pero algo los
retiene. Son los que viven a medias, los que van tirando de la vida, los que hacen lo
imprescindible, los que nunca han conocido la pasión. Viven, o a medio gas, o parados o
escondidos. ¿Superficialidad? ¿Miedo? ¿Indiferencia? ¿Un poco de todo?
Después están los emprendedores, los soñadores, los utópicos, los “quijotes” de
todos los tiempos. Son aquellos que se estiman en lo que son. No tienen que ir “subidos
en taburetes”, ni simular lo que no son ni tienen. Han contado bien sus talentos y aman
su potencial; ni se inhiben ni se exhiben. Pero estos “quijotes” han encontrado un molino
en sus vidas. A diferencia de nuestro hidalgo caballero son cuerdos, pero apasionados.
Apasionados y afortunados porque han descubierto un porqué, una empresa, un motivo,
un molino contra el que arremeter. Y lo hacen con todo lo que tienen: hecho uno con
Rocinante, agarró con fuerza su lanza y arremetió con su peto, yelmo y cada gramo de
sus fuerzas contra el molino gigante.
¡Quién fuera D. Quijote! Quién descubriera un Jesús del cual ser “caballero o dama
andante”; quién pudiera estar un poco fuera de sus cabales y vivir sanamente
obsesionados por las andanzas del Reino; quién, como el ilustre personaje, sólo disponer
de la vieja armadura de un bisabuelo, pero dedicarla toda ella a buscar la gloria de una
“Dulcinea del Toboso” llamada, fraternidad universal.