HOMILÍA DOMINGO IV PASCUA-B (25 abril 2021)
Jn 10, 11-18
Hacía cerca de cuarenta años de la muerte y resurrección de Jesús cuando los romanos,
hartos de que los judíos les “tocaran los bigotes”, enviaran a su maquinaria de guerra
para arrasar Jerusalén. ¡Un auténtico desastre! ¿Qué hacían los judíos ahora? Había
desaparecido lo que les daba la identidad como pueblo, el Templo. Para reconstruirse de
sus ruinas tuvieron que elegir otro elemento identitario; y pusieron sus ojos en la Ley. Si el
Templo era la morada de Dios y al que miraban para sentirse unidos a él, ahora era la Ley
la que les hacía sentir parte de un pueblo elegido. En el meollo de todas esas búsquedas
se encontraban también unos judíos que habían aceptado a Jesús. Cada vez tenían más
problemas con los suyos que los amenazaban con expulsarlos de la sinagoga con todo lo
que ello representaba. Ellos también se encontraban en una encrucijada. Había llegado el
momento de dar un paso adelante en su búsqueda de lo que les caracterizaba, de su
propia identidad. Y aprovecharon para poner los ojos, no en la Ley, sino en Jesús. Ellos
no se entendían sin Él. Es curioso, el ambiente hostil les ayudó a definirse y a optar por
Jesús. Pero, ¿quién era Jesús? ¿Cómo hablar de él?
Indudablemente, tuvieron el valor que nace de la fe. Comenzaron a proclamar lo que
creían: que ese Jesús, natural de Galilea, cuyos padres fueron José y María, ya existía
antes de su nacimiento. Venía de “buena familia”, de la familia del Dios Padre. Allí
aprendió a ser pastor, a amar como el Padre le amaba, a vivir en beneficio de otros sin
límites ni mesura. Y una vez aprendida la lección el Padre le encomendó una misión:
poner en práctica el ejercicio del pastoreo. Un pastoreo que debía hacerse con dos
características. La primera, si medida ni límites, hasta entregar la vida si era necesario. La
segunda, con ternura y amor, como el que presta un servicio a un conocido íntimo. El
Espíritu les infundió la fuerza y la valentía para ser un grupo minoritario y alternativo: los
que construían su identidad desde Jesús, Buen Pastor.
Salvando las distancias a nosotros nos pasa lo mismo: destruido el “templo que nos
sostenía” buscamos elementos identitarios. Antes nuestros contextos eran religiosos,
todo era un templo que sostenía nuestra fe: la calle, la familia, la escuela, la política, el
gobierno, la cultura. Ahora esos espacios han prescindido de lo religioso y nos hemos
encontrado a la intemperie. En esa búsqueda por identificarnos y crecer como cristianos
podemos quedarnos en las formas superficiales basando la fe en un sentimiento religioso
o en unas prácticas concretas. O podemos querer identificarnos como cristianos
distinguiéndonos de los que no lo son, defendiéndonos de ellos y condenándolos por sus
formas de vida.
Pero también nuestra vida puede quedar afectada, configurada e identificada por Jesús,
Buen Pastor. Ese día sólo es el comienzo de un largo proceso. Te das cuenta que el
nombre de Jesús no es algo accesorio, sino que se te ha colado en el cotidiano existir.
Jesús deja de ser una palabra o una idea para convertirse en un nombre íntimo con
fuerza para afectar todas las dimensiones de la vida. Y vas descubriendo cosas en él que
debes expresar con palabras. Así, al cuidado tierno y sin límites que te dispensa le pega
el sustantivo de “pastor”. Es una convicción a la que llegas en la consideración de tu
vida, incluso llena de golpes. Pero la experiencia del pastoreo es altamente contagiosa y
transformante. El cuidado dispensado por Dios cuando es conscienciado te introduce en
la práctica del cuidado, del vivir en clave de pastor. Es construir la identidad cristiana
desde el vivir para cuidar desde la experiencia de haber sido cuidados. Y esto traducido
en acciones concretas que van desde el nivel del saludo por la calle a la consideración de
las macroestructuras que mueven este mundo.