DOMINGO, SANTIAGO APÓSTO (25 julio 2021)
Mt 20, 20-28
Evidentemente, las cosas son como son, pero también dependen mucho de cómo
se las mire. Muchos pueden considerar tremendamente aburrido el trabajo burocrático y,
por el contrario, apasionante la tarea educativa. Otros, sin embargo, dirán que un
formulario puede ser aburrido, pero se tiene el control de poder hacerlo bien y la
satisfacción que deja la tarea acabada. ¿Y la educación de una persona? Sí,
tremendamente fascinante, pero ni la controlamos ni tenemos garantizados resultados
satisfactorios. Si no, que se lo digan a cualquier padre o madre; o al mismo Jesús con los
apóstoles.
La historia de Jesús con ellos es un lección magistral de lo que es acompañar el
proceso de cada persona desde el respeto al ritmo de cada uno, desde la paciencia
tierna y entrañable hacia el objetivo de vivir la vida haciendo el bien y en beneficio de los
demás. En su itinerancia aprovechaba los momentos del camino, las paradas de
descanso o lo que iba aconteciendo para evangelizarlos, para que su sensibilidad se
transformara desde los valores del Reino. En el transcurrir del tiempo se iba percatando
cómo descubrían los secretos del Padre, cómo sus respuestas estaban llenas de
ambigüedades y cómo se resistían a lo que su naturaleza percibía como amenaza a sus
necesidades más básicas. Cuando les hablaba de las altas posibilidades de tener que
llevar la fidelidad hasta el extremo o se asustaban, o se callaban, o protestaban o se
hacían el “sueco”.
Esta última modalidad es la que presenta el evangelio de hoy. Es tal la ruptura
entre lo que les dice y lo que le piden que pudiera ser puesto como ejemplo de
mecanismo “sueco” de defensa contra aquello que nos aterra. Por mediación de la
madre, le piden tener un alto cargo en el reino de Dios, tal como ellos lo entendían. Y los
otros se sienten indignadísimos ante la amenaza que suponen estos competidores para
sus propios intereses.
Pero la reacción de Jesús llega a emocionar por su paciencia tierna: atiende con
una pregunta a la madre; la escucha con paciencia; se dirige con otra pregunta
considerada a los hijos; les explica con realismo la situación; y cuando el grupo se
tensiona por la competitividad le ofrece la alternativa evangélica. Les pone como ejemplo
a los gobernantes de su época que, desde el poder, tiranizan y explotan a sus pueblos. A
ellos les ofrece una alternativa, una inversión de los valores: les ofrece, ante el deseo del
poder, el deseo de ser servidor y esclavo. En él tienen un claro ejemplo de lo que Dios
entiende que es un ser humano pleno: el que vive la existencia sirviendo, no siendo
servido.
¿Verdad que esos apóstoles somos nosotros? La pregunta “qué deseas” es clave
en la vida. Sostenerla hará posible que vayamos tomando consciencia de esos deseos
que, en el fondo, van moviendo nuestra vida. De la misma manera que siguiendo al Jesús
que les anunciaba la entrega sin límites los apóstoles querían puestos de honor, nuestro
seguimiento puede estar condicionado por muchos deseos que no se conforman con los
valores del Reino por no evangelizados o no integrados.
Y lo importante es caminar con Jesús y presentarle, como la madre de los
Zebedeos, de forma sencilla y descarada lo que deseamos. Quizás le tengamos que
decir que en esta vida aún estamos con bastantes ganas de ser servidos; que vivimos
con ansias de poder doméstico, de ese que no considera la opinión de los otros, que no
comparte el liderazgo, que hace acepción de personas o que emplea una violencia fina y
larvada. Quizás le tengamos que decir que aún vivimos esperando encorvadamente a
que se satisfagan nuestras necesidades de afecto, en espera de empezar a vivir cuando
estemos del todo satisfechos.
Pero Jesús está ahí, con nosotros, paciente y actuante, acompasando su caminar
a nuestro ritmo pero enseñándonos a poner la mirada hacia adelante; sin escandalizarse
por nuestros errores pero sin compadecernos de forma infantil; regalándonos la suavidad
de su ternura y ofreciéndonos el yugo de su proyecto; invitándonos a creer que entre
nosotros puede ser diferente y a abandonarnos confiadamente a su misericordia cuando
experimentamos en nosotros las fragilidades de los demás.