HOMILÍA DOMINGO I ADVIENTO-B (29 noviembre 2020)
Mc 13, 33-37
Los primeros cristianos estaban convencidos de que el Resucitado vendría
inmediatamente. El tiempo pasaba y comenzaron a pensar que, desde luego vendría,
pero no tan rápido como deseaban. Fueron tomando conciencia de que la espera iba a
ser larga, muy larga. Y que había un peligro: tardaba tanto que podían caer en el
descuido, la dejadez, la desgana. Para ello se hacía imprescindible una actitud: la de
“velar”. Para animarse en la espera de la segunda venida comenzaron a recordar y
celebrar la primera: si el Hijo de Dios vino al mundo en el seno de María, volvería de
nuevo para llevarnos a la plenitud. Y con los años apareció el adviento en el que,
preparándose a celebrar el recuerdo del nacimiento de Jesús, recordaban que no podían
dejar de “velar”, de esperar a Jesús que volvería total y definitivamente.
Hoy comenzamos el adviento. En nuestros contextos hay todo un despliegue
social en estos días. Junto a los colores litúrgicos y la corona de adviento las calles brillan
de luces; los comercios, a pesar de la pandemia, engalanan sus escaparates; las familias
están a la expectativa de cómo y cuántos podrán reunirse; en las parroquias vamos
desembalando las figuritas del belén. Dentro y fuera de nuestras parroquias hay un
despliegue enorme. Ya no sólo la Iglesia, es la sociedad con raíces cristianas, la que
monta el cuerpo de una fiesta. Pero este cuerpo, ¿tiene alma? Algunos dirán: hay
muchos que no son creyentes y viven estos días con superficialidad. Y los creyentes,
¿cómo lo vivimos?
Cuando éramos jovencitos y estudiábamos filosofía nos explicaban muchas cosas.
De todas ellas nos hemos quedado con algunas. Había una frase de Descartes que,
incluso, nos la aprendimos en latín “cogito ergo sum”, “pienso luego existo”. La verdad
es que esta expresión, profunda de por sí, ha dado mucho juego. Sin ir más lejos vamos
a hacer ahora mismo un ejercicio. En vez de decir “pienso”, vamos a decir “espero”.
Entonces, el dicho filosófico quedaría de esta manera: “Espero luego existo”. Con el
permiso del filósofo diremos que vive el que espera; que el ser humano que ha perdido la
capacidad de esperar, aunque viva, no existe.
Algunos dicen que nuestra sociedad está muerta; que está formada por seres que
deambulan por la vida habiendo perdido la capacidad de esperar. Que incluso los
creyentes viven una fe apagada y una caridad mortecina porque se les ha apagado la luz
de la esperanza. Dicen algunos que nuestras esperas son de corto alcance: que
buscamos satisfacer nuestras necesidades básicas, que buscamos que nos quieran un
poquito y poder vivir con tranquilidad; que ya no estamos como para esperar grandes
ideales solidarios, sino la fortuna de vivir bien yo y los míos.
Es más que posible que tú o yo, que somos gente creyente, en estos días digamos
mucho: “Ven, Señor Jesús”. Nuestros labios ocultos tras las mascarillas se moverán, pero
¿desde qué “alma” se dirán estas palabras? Es más que probable que necesitemos que
sea Dios el que aliente nuestra capacidad de esperarle. Como dice Isaías: “Ojalá
rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia”. Ojalá, así lo
deseamos, bajases para derretir con tu presencia el hielo de nuestros desencantos.
Adviento es tiempo de espera; pero somos tan pobres que necesitamos esperar poder
esperar. Somos tan necesitados que necesitamos de Dios para que nos ayude a que Él
vuelva a ser motivo de nuestra esperanza. Porque en el fondo qué es un cristiano: es
alguien que, con la que está cayendo, en la masa de los que viven sin existir, suplica,
para él y los demás, poder esperar.