HOMILÍA DOMINGO XVIII T.O-B (1 agosto 2021)
Jn 6, 24-35
Cuando leemos el evangelio podemos sentir muchos y variados sentimientos. Al
acercarnos a sus páginas es posible experimentar consuelo, entusiasmo, alegría. No
pocas veces nos hemos sentido interpelados o insignificantes e impotentes ante los retos
que nos plantea. Y también, por qué no, enfadados. Hoy se nos regala una frase
evangélica muy conocida: «Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más
tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.» Pero cuando este versículo
nos coge hambrientos y sedientos en todos los sentidos, o reaviva la esperanza que
sostiene la paciencia, o comienzas a despotricar diciendo que algo falla, que o no
tenemos fe suficiente o que esto del evangelio no es tan fiable como decimos. Vamos por
partes.
Es probable que muchos de nosotros seamos como los que en el evangelio de
hoy buscan a Jesús. A su parecer, le buscan porque les dio pan hasta hartarse. Es decir,
van buscando del Maestro una comida concreta que sacie un hambre concreta. Pero
Jesús les habla de otra hambre y de otro alimento. La cuestión es que no eran malos
muchachos y se preocuparon por averiguar lo que agradaba a Dios: «¿Qué debemos
hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?» Y ante la invitación que les hacía
a creer ellos le pidieron una señal, como el maná de Moisés. Aprovechando la ocasión les
comenta que hay panes mejores; que el verdadero pan del cielo es el de Dios, que da
vida. Y, sin pensarlo, le piden un chollo como ese.
Nosotros también somos pedidores de gangas. Pedimos a Jesús que sea lo que
nosotros entendemos que él dice: verdadero pan que sacia nuestra hambre y nuestra
sed. Y así deseamos que nos dé lo que no tenemos: el trabajo que nos falta, el cariño
que soñamos y deseamos, el poder ser alguien en algún lugar, la paz de corazón, la
seguridad que nos calma… Y cuando pedimos y pedimos y no llega lo deseado
pensamos que Jesús es peor que el pan de gasolinera.
Pero es que hay hambres y hambres. Está el hambre transitoria y el hambre
eterna. Aunque el ser humano siempre sea un ser algo carenciado, Jesús quiere ser pan
“integral”, no con salvado, sino alimento que sacie el hambre de la persona en todos los
niveles que lo constituyen. Él vino a salvar a los pobres en su cuerpo y en su espíritu; él
denuncio a los poderosos que explotaban a los más desfavorecidos y anunció un Dios
que colmaría de bienes a los hambrientos. Pero sabía que había hambres que no podría
saciar, y alentó la esperanza de esos hambrientos haciéndoles saber que otra hambre
más profunda sí sería satisfecha: “Dichosos lo pobres, porque de ellos es el Reino de los
Cielos”.
A ti, hombre o mujer creyente y carenciado, hoy Jesús te vuelve a decir: «Yo soy el
pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca
más tendrá sed.» Te invita a vivir en fe tus hambres y tus carencias transitorias; a
presentarlas a Dios contemplando la posibilidad de morir con el plato vacío o con el
corazón carente, pero con la fe certeramente ciega que hay otra hambre eterna, tan cierta
como profunda e inconsciente, que será colmada plenamente. A ti, hombre o mujer
creyente y carenciado, se te invita a salir al encuentro de los hambrientos de este mundo
desde tus propias hambres; a vivir en comunión solidaria con los necesitados desde tus
propias necesidades; a levantar juntos los ojos hacia Aquel que da un pan que sacia
hambres eternas, pero no siempre transitorias. ¿Sabes que hay hambres que se curan
saliendo al encuentro del hambre de otros?