HOMILÍA DOMINGO III ADVIENTO-B (13 diciembre 2020)
Jn 1,6-8.19-28
El tercer domingo de Adviento es denominado en la liturgia como de Gaudete, de
la alegría. Celebrarlo cuando la vida y sus acontecimientos internos invitan a ello es vivir
una confirmación de lo que la existencia te depara en esos momentos. De hecho, el
sacerdote puede vestir de rosa en la celebración. Por tanto, una liturgia de rosa cuando la
vida tiene color de rosa es como si fueran de la mano, o pegara, o tuviera cierta lógica.
La cuestión cambia de signo cuando se te invita a celebrar el Domingo de Gaudete
cuando el dolor hace de las horas algo insoportable, o cuando te atenaza la posibilidad
de cualquier desenlace final, o cuando te enfrentas a la incertidumbre de un mes sin
recursos, o cuando un país no dispone de las mínimas garantías democráticas o la
población sufre la carencia de las necesidades básicas. Es revestirse en Misa de rosa
cuando el contexto tiene tonalidades trágicas. Entonces es cuando este domingo no cae
por su propio peso, sino que se convierte en un reto para la fe. El “estad siempre alegres”
de Pablo a los cristianos de Tesalónica, en determinadas circunstancias, puede ser
incluso provocador.
Según los entendidos, el profeta les escribe a unos pobres desterrados en
Babilonia que se encuentran bajo el poder del imperio Persa. A ellos, en esa terrible
situación, mantenida en el tiempo les dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el
Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para
vendar los corazones desgarrados”. Les habla de una promesa que, con bastante
probabilidad, no verán en vida, pero que dará sentido a sus muertes. No los engaña
vendiéndoles un brindis al sol, sino que alimenta la esperanza del pueblo. Una esperanza
que sabe a bálsamo en el dolor, seguridad en la incertidumbre y faro en medio de las
sombras.
Muchos, muchos años después apareció un hombre que seguía esperando. Se
llamaba Juan. Su actuación despertó las sospechas de muchos y las esperanzas de
otros. Él quería dejar claro lo que no era y lo que era. No era el Mesías, ni Elías, ni ningún
profeta. Él sólo era “la voz que clama en el desierto, allanad el camino al Señor”. Él, como
hizo Isaías en su tiempo con sus contemporáneos, es palabra de promesa de alegría, de
esperanza, de posibilidad de cambio para aquellos pobres desanimados que lo
escuchaban y que se bautizaban en el Jordán.
Con el tiempo pasó Isaías, Juan Bautista y Pablo; pero permanece el Evangelio, la
Buena Noticia de Jesús. Hoy, nosotros estamos llamados a ser “voz que clama en el
desierto”. Para dejar de ser mero ruido y convertirnos en voz que alienta hemos de
acoger en nosotros la Palabra. Dale cabida a Dios en tu vida. Por un lado, supone vivir
contando con Dios, fiándote de él, viviendo en confianza en medio del mar encrespado
de la existencia. Es vivir como hijo/a confiado en el Padre. Por otro, es vivir como
hermano/a. Es dar permiso para que el Espíritu nos vaya configurando con el único
modelo, Jesús.
Pero hoy, más que nunca, para ser voz que alienta a permanecer en la promesa de
la alegría necesitamos ser comunidad acogedora. Hace demasiado frío y hay demasiada
intemperie como para ir desnudos de relación fraterna. Cada persona necesita
convertirse en palabra cálida y gesto solidario y acogedor. Cada parroquia, asociación o
institución debe transformarse en hogar abierto, en casa paterna y materna, en mesa
inclusiva con comidas que recreen y enamoren. En el frío de la intemperie necesitamos la alegria del orar juntos, aunque lloremos; la alegría de ser escuchados en nuestras
angustias; la alegría del compartir los pocos panes y peces que tengamos; la alegría de
mirarte bien aunque vengas de lejos; la alegría de estar contigo aunque, de momento, no
podamos transformar esas estructuras que te oprimen.