HOMILÍA DOMINGO XXI T.O-C (21 agosto 2022)
Lc 13, 22-30
Dicen que “en tiempos de sandías breves las homilías”; o en una línea más radical: “en
tiempos de melones no hay sermones”. Y pareciera que existe una relación entre la
gastronomía y la liturgia en tiempos de calor. Porque cuando vamos a Misa en pleno
verano, es como si se apetecieran textos bíblicos suaves y refrescantes, a modo de
gazpacho fresco. Y si el evangelio que toca es duro y sustancioso es como si te
estuvieras comiendo un potaje contundente con cuarenta grados centígrados de
temperatura. Pues me da la impresión que el evangelio de este domingo es comida de
invierno en plena canícula.
Nos habla de una “puerta estrecha” por la que hemos de entrar. La “puerta” vamos a
considerarla como una imagen que nos expresa actitudes profundas. En la vida, de una
forma más o menos consciente, vamos eligiendo por qué tipo de puertas queremos
entrar. Están las «anchas» que suponen un vivir centrados en nosotros mismos. Pasar por
una ancha es vivir de tal forma que haga o deje de hacer en función de mis propios
intereses. La «estrecha» es la de Jesús. Esta es más incómoda porque supone no
quedarse en uno mismo, sino ir más allá, trascenderse. Para ello es muy importante
encontrarse con Jesús y asumir los valores del Reino. Estos se convierten en el motor
para que viva en un continua peregrinación de mí hacia el otro. La cuestión es que la
puertas no siempre y en todo momento son del todo diferenciables. Puedes incluso creer
que vas pasando de lado y encogido puertas por las que podrían transitar camiones.
Ante tal complejidad necesitamos del discernimiento, de elementos que indiquen el tipo
de puerta que pasamos. Asumiendo el riesgo de ser superficial por no atender a la
complejidad de la vida me atrevo a compartir uno. La puerta ancha deja un sabor suave,
pero amargo. Es la mirada retrospectiva del que siente cómo ha perdido la vida por no
gastarse demasiado. Por el contrario, el descentrarse te hace caminar por un sendero
que, mirado en la distancia, te descubre una sensación áspera, dura, pero reconfortante.
El Evangelio también nos habla de «últimos que serán primeros y primeros que serán
últimos», de poder haber comido y bebido con Jesús y no conocerse. Y esto que parece
tan complejo, sin embargo, es algo muy habitual. Has podido trabajar con una persona
cuarenta años, ocho horas diarias, de lunes a viernes y, aunque parezca extraño, no
conocerla. Hemos compartido tareas, espacios, tiempos e, incluso, comidas, pero nunca
hubo un encuentro, un conocimiento interno. Y lo contrario, has podido coincidir con
alguien dos veces y esas pocas ocasiones ser el comienzo de un encuentro profundo.
Los primeros a los que se anunció el mensaje no acogieron a Jesús. Terminaron cediendo
el puesto en la fila a los que venían de atrás, a los paganos, a los idólatras y no religiosos.
Pero a poco que lo consideres, esta es una interpelación demasiado contundente para
tiempos de calor. Porque, ¿pudiéramos estar habituados a Jesús y no conocerle?
¿Pudiéramos tener un trato frecuente con sus cosas y no haber un vínculo fuerte?
¿Cuántos restauradores de Biblias que se pasan las horas tocando las Escrituras están
ajenos a la Palabra? ¿Cuántos limpiadores de templos que casi viven cerca de sagrarios
e imágenes son ajenos a lo que les rodea? ¿Pudieran haber curas, monjas o laicos
comprometidos que creyéndose los primeros no lo fueran tanto? ¿Hay personas que
sintiéndose últimas en esto de religión acogen los valores del Reino de tal forma que se
pasen la vida pasando por la «puerta estrecha» del servicio generoso, solidario y
abnegado?