HOMILÍA DOMINGO XXV T.O-B (19 septiembre 2021)
Mc 9, 30-37
Algunas veces leemos vidas de santos que necesitan mucha explicación y
contextualización para podernos identificar con estos testigos. Una lectura superficial los
presentan como cuidados desde su cuna para alcanzar las cimas de la santidad: unos
padres ejemplares que los iniciaron en la fe, unas vivencias familiares que alimentaban y
educaban la devoción, unos deseos irrefrenables de entregar la vida desde muy
pequeños, un amor sin fisuras a Dios, una conciencia de ser pecadores sin salir de lo
venial… Estas vidas acrecientan el ideal de muchos, pueden desanimar a los que
encuentran esa meta inalcanzable para su realidad, enfada a los que no han sido tan
regalados en su infancia o estimulan al seguimiento. Sin embargo, en los mismísimos
evangelios nos encontramos con personajes que viven en la ambigüedad, con personas
en proceso aún no acabadas, con gente frágil que se sabe amada, con amigos que no
están cuando tienen que estar, con discípulos que no terminan de enterarse pero creen
que lo saben todo. Y, es curioso, en ocasiones nos provocan un oscuro rechazo porque
nos retratan a muchos de nosotros; porque nos vemos, como ellos, fallando más que una
escopeta de caña. Pero, eso no es lo central, sino la paciencia, el amor y la ternura del
Maestro. Vamos a verlo.
El grupo sigue por Galilea, pero ahora Jesús prioriza la formación de sus
discípulos. El tema que toca en esta ocasión es repetición de otro que no gustó a Pedro:
que sería entregado, que moriría y que resucitaría. Por las caras los nota contrariados,
pero no preguntan; más bien van discutiendo por el camino. Lo hacen a hurtadillas
porque saben que los planteamientos de Jesús son diferentes. En su interior están
divididos: pertenecen a un mundo que propugna valores contrarios a los que ahora
escuchan. Están llamados a la conversión, a nacer de nuevo, a darse la vuelta como el
calcetín, a vivir desde los sentimientos y planteamientos de Jesús. En los círculos más
granados de la religiosidad de su época, entre los afamados esenios, se valoraba la
jerarquía por importancia en las celebraciones y las reuniones. Y si no tenías la madurez
suficiente para vivir con autenticidad por ser un niño, un adolescente o un joven no eras
admitido. Jesús los invitaba a una alternativa radical. Les estaba ofreciendo la lucha por
los primeros puestos a través del esfuerzo por ocupar los últimos; el cambiar la primacía
del prestigio por la del servicio; la de ir por la vida sirviendo sin servirse de los otros; la de
optar por lavar los pies. Y todo nace de las entrañas misericordiosas de Dios; del mismo
que abraza a los niños; que acepta en su compañía a los que todavía no pueden; que
tiene paciencia con los que pasean por la ambigüedad.
Como los discípulos con Jesús vamos por el camino de la vida. Seguimos sin
entender lo que leemos en el evangelio y, en vez de preguntar, seguimos discutiendo.
Sabemos que no es así, pero aún tienen mucha fuerza las necesidades, los deseos, las
inadecuaciones del yo, lo no evangelizado. Y empleamos más fuerzas en ser los primeros
que en servir. Y Jesús sigue animándonos a aceptar en nuestra compañía a los niños, a
los débiles, a los torpes, a los ambiguos, a los que les queda por aprender, a los que
siguen dando una de cal y otra de arena, a los que están para las verdes pero no los
encontrarás en las maduras. Y nos anima a abrazarlos, a abrirles las puertas, a tratarlos
con paciencia y ternura. Y nos pide encarecidamente que nos abracemos a nosotros
mismos en lo que tengamos de niños, de discípulos mezquinos, de fragilidades con
ganas de seguimiento, de torpes aprendices, de seres divididos entre lo antiguo y lo
nuevo. Lo importante no es la inadecuación del niño, sino el abrazo del Dios todo ternura,
todo acogida, todo paciencia, todo gratuidad, todo amor. Sólo siendo niños abrazados
podremos abrazar a los débiles que junto a nosotros caminan.