HOMILÍA DOMINGO I CUARESMA-C (6 marzo 2022)
Lc 4, 1-13
En el libro del Deuteronomio (26, 4-10) se nos narra bellamente cómo el israelita
entregaba al sacerdote la cesta de las primicias mientras recordaba cómo Dios los liberó
de la opresión. Ese gesto sencillo expresaba un profundo agradecimiento al Dios que
había hecho maravillas por el pueblo, y que seguía cuidándolo. ¿No es esta una hermosa
imagen de lo que pudiera ser la Cuaresma? Este tiempo ha de ser rescatado de la mala
prensa que tiene. Para muchas personas la Cuaresma es lo que pone (al menos en sus
orígenes) límites al carnaval. Para otros es el preludio de una Semana Santa llena de
desfiles procesionales. Y para los más mayores es un tiempo oscuro de penitencia,
ayuno, abstinencia y cantos que piden a Dios que no esté eternamente enojado. ¡Pobre
Cuaresma!
Desde la imagen del Deuteromomio podemos imaginar la Cuaresma como el tiempo que
nos ayuda a hacer entrega de nuestras mejores primicias al Dios que ha estado grande
con nosotros. La Cuaresma es la escuela que enseña a darnos al que se nos dio
plenamente. Pero en la vida no hay nada fácil y en la experiencia de Dios menos aún. En
eso de darnos a Dios podemos ser toscos y cometer errores de bulto. Y pudiéramos
estar todavía en la página de intentar no robar, no ser mal educado, no ser incívico,
violento, o mal hablado. Pero, normalmente, somos buena gente; personas que quieren
hacer las cosas bien por amor a Dios y a los demás. Y bajo apariencia de bien, sin
embargo, pudieran existir actitudes que escapan a nuestra consciencia y control y que se
alejan mucho de los valores que emanan del Evangelio. Así, la tentación más grande no
sería la que tengo cuando voy a un supermercado y me digo: “Lo robo o no lo robo”; sino
la más peligrosa es aquella que, sin darme cuenta, me hace vivir muy ajeno al estilo de
vida de Jesús. Y la cuestión es que para detectar esto hay que cultivar un hábito del
corazón que se llama “estar atento” a lo que ocurre dentro y fuera de ti. Y, ¡ay, amigos!,
corremos demasiado y nos paramos muy poco para escuchar. Fíjate, el mismo Jesús,
tuvo que estar cuarenta días ayunando en el desierto para darse cuenta de sus
tentaciones, que pueden iluminar las nuestras. Vamos a repasarlas.
Se encuentra muerto de hambre. Tiene una necesidad básica. En esa situación la primera
tentación sería que usara en beneficio propio su relación con Dios. Pero se acuerda de
una frase “no solo de pan vive el hombre”. Teniendo hambre, repito, teniendo hambre
pone su confianza en ese Dios que cuida de él y entiende que la vida no se limita a los
bienes materiales. ¡Lo que nosotros podemos hacer cuando tenemos algún tipo de
hambre! Cuando nos flaquean las fuerzas por falta de afecto, salud, dinero o lo que fuere
pretendemos poner a Dios al servicio de nuestras necesidades. Y si no respondiera a
nuestra petición nos enfadaríamos o nos haríamos la pregunta de Israel en el desierto:
“¿Está o no está el Señor con nosotros?” (Núm 17,7). He aquí la primera tentación.
La segunda. El diablo se presenta en el evangelio como lo que se opone a Dios y como la
fuerza que domina al mundo. Para gozar de este poder Jesús solo tiene que adorarlo.
Ante esta encrucijada Jesús vuelve a resolver desde la Palabra: “Al Señor, tu Dios,
adorarás y a él solo darás culto”. El hacer lo que fuese por poder está a la orden del día.
De forma “diabólica” lo vemos en las decisiones de los sátrapas de todos los tiempos
que ponen boca arriba el orden internacional y abocan a la destrucción a sus pueblos. A
un nivel más cercano lo apreciamos, por ejemplo, en ese compañero que le da igual
traicionar al que fuese con tal de conseguir lo que quiere. Y a nivel íntimo cuesta más trabajo detectarlo. Es ese deseo larvado de mandar, de sobresalir, de éxito, de prestigio
que, sin darme cuenta, me hace tomar determinadas decisiones que, en apariencia son
buenas, pero que me ponen al servicio del tan deseado poder o prestigio.
Vamos con la tercera. A Jesús no le vendría mal una prueba para ver si Dios está con él.
El diablo le anima a pedirla. ¿Por qué no hacerlo? Es fácil: tan solo tiene que arrojarse del
alero del templo y ver cómo Dios lo salva. Después de la prueba podrá seguir su misión
de forma más segura. Pero Jesús lo para en seco: “No tentarás al Señor, tu Dios”. ¿Cómo
dudar de Dios? Prefiere vivir a base de confianza absoluta más que de pruebas. En
ocasiones nuestra vivencia de fe depende de una prueba. Y si no la hay, nos atascamos.
Es tanta la noche, el silencio, la duda que, en vez de arrojarnos a la incertidumbre y
abandonarnos a ella, pedimos una prueba, a poder ser irrefutable, para seguir adelante.
Estas tres tentaciones son como los pilares de la casa, no se ven, pero se construye
sobre ellos. Y de la misma manera que pudiéramos encontrarnos con hermosas
viviendas provistas de todo, pero con una cimentación débil, existen seguidores de Jesús
con buena apariencia, con bastante entrega, con buen discurso pero, en el fondo, quizás
no se den cuenta de que su relación con Dios es interesada, están vendiéndose al
prestigio y no son capaces de creer si no hay alguna prueba por delante.