HOMILÍA NAVIDAD-B (25 diciembre 2020)
Jn 1, 1-14
Las horas tempranas de la mañana de Navidad son silenciosas y tranquilas. El
silencio acoge el cantar de algún pájaro lejano o el rodar de los pocos vehículos que
circulan. Y tras las persianas bajadas se adivinan familias o personas solas que duermen
después de la Nochebuena.
Porque la Nochebuena de este año ha tenido su particularidad. Llevábamos
muchas semanas hablando de cómo sería: de si podríamos vernos, de cuántas personas
podrían participar en las reuniones familiares, de hasta qué hora podríamos permanecer
reunidos... Y a determinadas horas de esta noche las calles, como suele ocurrir en
Nochebuena, estaban casi desiertas. Pero en esta ocasión no porque las casas
estuvieran atestadas de gente. Fuera, las luces navideñas, algún que otro cartel
deseando felices fiestas, algunos viandantes con rumbos y circunstancias desconocidas,
taxis que iban y venían... Dentro de cada hogar reuniones reducidas; personas que
intentaban encajar las circunstancias; alguna que otra fiesta que, por su algarabía,
desafiaba el ambiente reinante.
Es bastante probable que en la mayoría de los hogares se encontraran personas
vencidas por la pandemia, por un virus que les ha impedido tener la casa abarrotada,
tener una mesa repleta de alimentos, que no falte ni un ser querido, dar abrazos y besos
sin ningún tipo de prevención y poder salir a la calle sin mascarilla a tirar los petardos que
se deseara. Anoche la ciudad estaba sumida en el silencio, el silencio de los privados de
una tradición llena de encuentros, comidas, luces y regalos.
Sólo en algún que otro balcón aparecía la imagen del Niño Dios, como un
desterrado o elemento accesorio de unas fiestas que nacieron en su honor. “Vino a los
suyos y los suyos no lo recibieron”, nos dice el prólogo de Juan. En las casas de la
Nochebuena de ayer o de la Navidad de hoy faltaba lo de siempre, pero también
corazones que acogieran a Dios. Vino a los suyos, permanece con los suyos, camina
junto a los suyos, pero los suyos no le reciben, ni le acogen, ni viven en su presencia ni
en su consciencia.
Y, sin embargo, la calles de anoche eran un pesebre donde Dios nacía. Como
ocurrió en Belén, anoche “nació” de forma anónima y callada en una sociedad que lo
ignoraba. Anoche se hacía presente en cada casa: en la casa de fiesta bulliciosa, en la de
cena de familia reducida, en la del que lo pasó sólo por obligación o decisión... Anoche
nació en la calle desierta, en la mujer de seguridad que vigilaba la estación cerrada, en el
transeúnte que dormitaba en el cajero automático del banco; en el que esperaba en la
parada del autobús para ir no se sabe dónde.
Ayer todo era silencio en las calles. Para muchos el silencio del impedido o
derrotado por la pandemia. Para otros el silencio del que está afectado por la situación
pero también el silencio recogido y reverente del que quiere creer que Dios se ha hecho
hombre y ha acampado en todas y cada una de las situaciones humanas. El silencio del
que acoge un Misterio que lo desborda, que sólo lo intuye y atisba; el Misterio de Aquel
para el cual nada de lo humano le es ajeno.