HOMILÍA DOMINGO XIX T.O-C (7 agosto 2022)
Lc 12, 32-48
En muchas sociedades la paciencia no se estila. Quedaron muy atrás esos tiempos en
los que se construían las grandes catedrales; esos proyectos realizados a base de
esfuerzo paciente, donde el que les daba comienzo sabía a ciencia cierta que moriría sin
haber visto su obra acabada. Y así, en una misma obra, trabajaba como maestro cantero,
primero el tatarabuelo, después el bisabuelo y así hasta llegar a la última generación que
tampoco terminaría la obra comenzada. Todo se conseguía a base de trabajo, esfuerzo y
espera. Ahora todo es diferente. Nos cuesta soportar que al que le envío un WhatsApp
tarde en contestar unos minutos si está en línea. Nuestra paciencia contemporánea nos
pide embarcarnos en proyectos de resultados rápidos. Se podría entender el esfuerzo,
incluso grande, pero con efecto instantáneo. La cuestión es que la paciencia es
imprescindible para alcanzar cuestiones vitales de la existencia.
Resulta que cuando en la vida no existe la tensión de la espera, esta languidece y pierde
fuerza. Cuando dejas de considerar que llegará el fin de nuestros días, el día a día pierde
intensidad. Cómo valorar un lunes por la tarde cuando tienes infinitos de ellos. Pero
cuando sabes que algún día no será así, cada tarde de lunes adquiere algo que la hace
genuina. Algo así le ocurrió a los primeros cristianos. Esperaban de forma tan inminente
la segunda venida de Jesús que veían lógico renunciar a muchas cuestiones normales
del vivir diario: para qué si el final está al caer. Pero ese final no llegaba. Pasaban los días,
las semanas, los meses, los años, los lustros y las décadas y aquello tan prometido se
demoraba. Como no llegaba había que volver a lo que se había dejado; pero se volvió
tanto a lo presente que se descuidó la espera. Ya no había que confrontar a los que ni
trabajaban por esperar la Parusía, su lugar lo ocuparon los que vivían como si nunca
fuera a existir. El evangelio de este domingo nos invita a la paciencia y a la vigilancia.
Porque la llegada no está programada, nos pudiera resultar caprichosa, como la de ese
señor que vuelve de la boda cuando le apetece. Y es una llegada que pone en tensión,
como lo está el que aguarda que venga el ladrón, que sabe qué lo hará, pero no puede
precisar la hora.
Hoy se nos invita a vivir nuestra fe y nuestro seguimiento de Jesús con una actitud
concreta, “como el que espera”. Porque sólo cuando se espera algo se pone en
funcionamiento la paciencia. La paciencia es esa actitud que ayuda a vivir soportando la
frustración de no tener ya lo que deseas; es la que hace posible no desesperar cuando el
tiempo se hace espeso y lento, cuando se retrasa lo que persigues o cuando el presente
es duro o molesto. La paciencia mantiene la tensión del vivir aunque se sepa que esta no
vaya a obtener un resultado inmediato; es lo que ayuda a mantener un sentido en lo que
otros solo verían un “sin sentido”.
Movidos por la espera en la promesa de Jesús, muchos cristianos viven vigilantes
trabajando por la justicia, sin dar cabida al desaliento, porque saben que, más tarde que
temprano, volverá el señor de la boda para servirles él mismo. Alentados por esa espera,
muchos creyentes viven con profunda paciencia las horas de dolor, con el tesón
necesario para aguantar siempre un paso más, un momento más, un dolor más. Como
aquellos que esperan vigilantes por la noche al ladrón, muchos amigos de Jesús viven
con paciencia las horas monótonas del cotidiano vivir, de la rutina, del trabajo con la
serena esperanza que la fuerza de la creación está en cada esfuerzo sencillo.