HOMILÍA DOMINGO XXXIII T.O-C (13 noviembre 2022)
Lc 21, 5-19
Dicen que en el término medio está la virtud; es decir, que ni «Don Juan» ni «Juanillo». Si
por un lado están los «milenaristas» con tendencia a presagiar el fin del mundo; por otro
pueden estar los que no creen en estas cosas, aunque lo profesen en su credo. Es cierto
que cuando oímos hablar de las consecuencias del cambio climático, de la guerra, de las
hambrunas por todos estos motivos y de otras cuestiones se nos pone un poco el ánimo
apocalíptico y experimentamos cierto miedo; pero se nos pasa pronto. Pero este
domingo nos ofrece un evangelio que nos hace mirar de frente el final del mundo y de la
historia. En la tradición religiosa y cultural de Jesús, y en su tiempo, esto era normal.
Incluso en la mentalidad de las primeras comunidades cristianas. Pero, ¿no nos suena
raro y distante?
A mí hoy me gustaría ser otro diferente para leer la Palabra de Dios desde una
perspectiva distinta. No sé si querría estar en la piel de un pobre cristiano de finales del
siglo I, pobre, denostado socialmente y, en ocasiones, perseguido por el gran emperador
romano de turno. O me gustaría ser de esos hermanos africanos que, después de una
semana dura luchando contra las inclemencias del tiempo y labrando la tierra, el domingo
camina muchos kilómetros para participar de la Misa en su pequeña capilla. Pero lo hace
en un ambiente que unos pocos desalmados y armados hasta los dientes hacen hostil. Si
cada uno de nosotros fuera ese o esa de otro lugar y otro tiempo, ¿a cómo nos sonaría el
evangelio de hoy?
Si fuéramos aquel nuestro hoy no sería una plaza cómoda. Ese hoy, hecho de pequeños
momentos, sería una prueba de fondo, una carrera de obstáculos, un desafío a la
supervivencia. Es el levantarse sin tener que hacer mucho; el estar a merced de la lluvia
para sacar lo justo en el mejor de los casos; el vivir con lo puesto; el soportar
generaciones y generaciones de gobiernos corruptos; el sufrir la manipulación de las
naciones ricas y de las grandes multinacionales; el afrontar la enfermedad y los
contratiempos sin ninguna cobertura. Si fuéramos aquella viviendo en su hoy no me
vendría mal esperar la venida del Salvador. Como dirá el profeta en adviento, tendría que
levantar la cabeza para ver cómo se acerca la liberación. Cuando el hoy se hace
insoportable hay quienes miran con esperanza el mañana. Un mañana que no depende
exclusivamente de la intervención humana. Un mañana en el que Dios irrumpirá para
hacer justicia.
Pero a lo largo de los siglos muchos han dicho que todo esto es la ilusión falsa que
ofrece la religión a los pobres de este mundo; que no hay más realidad que el presente;
que si tenemos que esperar algo lo tenemos que esperar de nosotros sin transferir
nuestros miedos ni responsabilidades a un ser divino inventado por nuestras
necesidades infantiles. Y, muchas veces, hemos hablado de la esperanza de una forma
tan errónea que se han podido sacar estas conclusiones. Sólo podemos mirar al mañana
para esperar a Jesús por el horizonte si damos testimonio de él en el hoy: «Esto os
servirá de ocasión para dar testimonio». En estos contextos tan difíciles para la vivencia
de la fe encontramos «minorías» de creyentes, «pobres de Yahvé» que viven con los pies
bien firmes en la realidad pero con un aliento que no viene de ellos. Son los apaleados de
la historia que, en su vulnerabilidad y dolor, sienten la protección del Dios que cuida
hasta de sus cabellos. Aquellos que no sucumben al desaliento porque no solo esperan,
sino que tienen esperanza. Su «perseverancia» les nace del Dios presente en su hoy que
les alienta en la espera de la plenitud del mañana.