HOMILÍA DOMINGO XXXIII T.O-B (14 noviembre 2021)
Mc 13, 24-32
¿A vosotros os gusta la fifilosofía? Un fifilósofo es la persona que mira lo que
nosotros sólo vemos; que traspasa con su mirada las apariencias e intenta contártelo.
Como son cosas profundas, a él o a ella le cuesta encontrar palabras; y a nosotros
entenderlas. Una mujer fifilósofa dice que la vida se parece a las tragedias griegas. Los
personajes buscan el buen vivir y en esta búsqueda se topan con los obstáculos de la
fortuna que nos recuerdan que todos los seres humanos somos vulnerables. ¿No es este
un retrato de la vida misma? Todos vamos buscando la excelencia en el vivir, todos
aspiramos a una vida donde haya seguridad, cariño, salud y sentido. Ese camino de
nuestras aspiraciones y metas lo recorremos con aquello que nos hace humanos, entre
otras realidades la vulnerabilidad. Vamos hacia lo que deseamos a sabiendas que
podemos ser heridos en todos los sentidos. Y nos encontramos a merced de la vida, de
la fortuna, del azar, como lo queramos llamar. Y en ocasiones nuestros deseos se ven
frustrados porque en un determinado momento ha surgido aquello que nos ha dañado.
Muchos, muchísimos viven esta situación simplemente porque nacen en un determinado
lugar o con determinada situación personal. Por regla general somos testigos de lo
vulnerable que son las personas. En determinadas ocasiones ocurre algo que pone de
manififiesto la vulnerabilidad del mundo entero. Mientras el otro sufra las consecuencias
de su ser vulnerable, pensamos que no hay problema. Pero si nos toca a nosotros,
individualmente o como miembro de una sociedad o un planeta, es muy diferente.
En tiempos duros, difíciles, donde la lucha era a vida o muerte nace una forma de
contar las cosas, un género, como la poesía, el teatro o la narrativa. El último libro de la
Biblia nos recuerda su nombre, “Apocalipsis”, por el género apocalíptico. Cuando se lee
suena a fantástico, y hasta terrible. Pero, curiosamente, está para dar esperanza en
tiempos donde lo más normal es perderla. Esperanza que se sostiene desde la fe en que
Dios siempre actúa, nunca abandona. Así es como podemos entender las palabras del
evangelio de hoy: “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días,
después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las
estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del
hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”.
A tantas y tantas personas, que como en las tragedias griegas, buscando el buen
vivir han descubierto su vulnerabilidad al encontrarse con la cara amarga de la fortuna; a
tantas sociedades llenas de seres heridos en su vulnerabilidad, el Evangelio quiere
ofrecerles un mensaje lleno de esperanza. Pero para que la esperanza no se convierta en
una quimera o en una idea enajenante debe ir siempre de la mano de la realidad. Así,
hablar de esperanza es hablar de “realismo esperanzado” o de “esperanza desde lo real”.
Y esta esperanza, ¿de qué está hecha? La esperanza de la que hablamos parte de unos
pies asentados en el aquí y en el ahora, y de unos ojos abiertos que ven y miran. La
esperanza no evita, sino que afronta; no huye del toro, sino que lo agarra por los cuernos.
La esperanza se hace cargo de la realidad, vive vigilante y actuante; no se desentiende,
sino que se compromete. La esperanza no reniega de la condición vulnerable; acepta que
le fortuna puede herir o, incluso, matar. Pero la esperanza, llegado este momento, juega
con una baza, sorprendente para muchos, no creíble para otros tantos: es la intervención
de Alguien que abre puertas desconocidas para nosotros, que despeja caminos
insospechados, que descubre horizontes inimaginables, que no se rinde ante la evidencia
de la muerte. La esperanza va de la mano de la confifianza y el abandono. Porque cuando
ya no hay nada que hacer, comienza el verdadero y pasivo hacer: el dejarse en esas
manos que sostienen; el confifiar en la bondad del Padre Bueno; el abandonarse al Buen
Pastor en lo más hondo de las cañadas oscuras.