Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
¡Feliz Pascua! «Cristòs anèsti! — Alethòs anèsti!», «¡Cristo ha resucitado! — ¡Verdaderamente ha resucitado!». Está entre nosotros, ¡aquí en la plaza! En esta semana podemos seguir intercambiándonos la felicitación pascual, como si fuese un único día. Es el gran día que hizo el Señor.
El sentimiento dominante que brota de los relatos evangélicos de la Resurrección es la alegría llena de asombro, ¡pero un asombro grande! ¡La alegría que viene de dentro! Y en la liturgia revivimos el estado de ánimo de los discípulos por las noticias que las mujeres les habían llevado: ¡Jesús ha resucitado! ¡Nosotros lo hemos visto!
Dejemos que esta experiencia, impresa en el Evangelio, se imprima también en nuestro corazón y se transparente en nuestra vida. Dejemos que el asombro gozoso del Domingo de Pascua se irradie en los pensamientos, en las miradas, en las actitudes, en los gestos y en las palabras... ¡Ojalá fuésemos así de luminosos! Pero esto no es un maquillaje. Viene de dentro, de un corazón inmerso en la fuente de este gozo, como el de María Magdalena, que lloraba la pérdida de su Señor y no creía a sus ojos al verlo resucitado. Quien experimenta esto se convierte en testigo de la Resurrección, porque en cierto sentido resucita él mismo, resucita ella misma. De este modo es capaz de llevar un «rayo» de la luz del Resucitado a las diversas situaciones: a las que son felices, haciéndolas más hermosas y preservándolas del egoísmo; a las dolorosas, llevando serenidad y esperanza.
En esta semana, nos hará bien tomar el libro del Evangelio y leer los capítulos que hablan de la Resurrección de Jesús. ¡Nos hará mucho bien! Tomar el libro, buscar los capítulos y leer eso. Nos hará bien, en esta semana, pensar también en la alegría de María, la Madre de Jesús. Tan profundo fue su dolor, tanto que traspasó su alma, así su alegría fue íntima y profunda, y de ella se podían nutrir los discípulos. Tras pasar por la experiencia de la muerte y resurrección de su Hijo, contempladas, en la fe, como la expresión suprema del amor de Dios, el corazón de María se convirtió en una fuente de paz, de consuelo, de esperanza y de misericordia. Todas las prerrogativas de nuestra Madre derivan de aquí, de su participación en la Pascua de Jesús. Desde el viernes al domingo por la mañana, Ella no perdió la esperanza: la hemos contemplado Madre dolorosa, pero, al mismo tiempo, Madre llena de esperanza. Ella, la Madre de todos los discípulos, la Madre de la Iglesia, es Madre de esperanza.
A Ella, silenciosa testigo de la muerte y resurrección de Jesús, pidamos que nos introduzca en la alegría pascual. Lo haremos recitando el Regina caeli, que en el tiempo pascual sustituye a la oración del Ángelus.