HOMILÍA ASUNCIÓN-B (15 agosto 2021)
Lc 1, 39-56
El recuerdo de una madre siempre es sagrado. De ella guardamos lo visible y lo
invisible, recuerdos conscientes e inconscientes. Guardamos ese suelo vital que ella fue
forjando en nosotros desde el momento de nuestra concepción a base de cada cimiento
forjado de caricia, de pensamiento amoroso, de palabra tierna, de gesto entrañable.
Algunos conservamos el carácter, otros el color de ojos, hay quienes su forma de reír.
Conservamos un sin fin de recuerdos asociados a otros tantos lugares. Y aunque nos
hayamos desprendido de muchas de sus cosas siempre hay una foto, un anillo, un libro,
un pañuelo, algo que conecta con su persona. El recuerdo de una madre lo guardamos
como oro en paño.
Esta misma es la experiencia de la incipiente comunidad cristiana con la madre del
Señor. Cada relato evangélico en el que aparece es un cofre que guarda el tesoro del
recuerdo que la comunidad creyente tenía de María. Cada palabra y cada gesto, todos
pasados por el corazón, es un diamante entregado con cuidado de generación en
generación. Y para concretar lo que decimos, centrémonos en el evangelio que la liturgia
de la Asunción nos regala.
La escena es entrañable. Dos mujeres que han sido tocadas por el misterio de
Dios que ha irrumpido en sus vidas desafiando las leyes de la lógica; y ellas han asentido
a su proyecto desde una fe confiada sólo basada en una palabra, en una promesa. El
encuentro está envuelto en la alegría de las que han consentido a la Vida; se sienten
regaladas, agradecidas, visitadas desde lo más hondo de sus entrañas. El centro de su
diálogo es el centro de sus vidas: hablan del Dios que las “okupa”. Una reconoce a la
otra como la madre de mi Señor; mujer feliz porque se cree a Dios en aquello que
promete. La otra le dice que sí, que le siente como su Salvador, como la elegida desde su
realidad humilde, como el Dios poderoso desde su infinita misericordia, como el que hará
justicia al humilde frente al poderoso. Pero ya sabemos que el relato continúa y la fe de
estas mujeres es continuamente probada: bien por el terrible cotidiano, bien por la vida
itinerante de sus hijos, bien por su final en Maqueronte o en Jerusalén, en una cárcel o en
una cruz.
Hoy celebramos que María vive lo que esperó, que está asunta a ese Dios al que le
entregó su vida siendo solo una promesa provocadora de vértigos. Hoy nos sentimos
fortalecidos los que aún vivimos de esperanza, los que itineramos en un camino con la
incertidumbre de un final que no vemos. Ella ya ha llegado, pero rehace ese camino para
acompañarnos en nuestro peregrinar. Y como acompañante nos desvela su secreto: se
trata de vivir en esperanza. La esperanza da valor de eternidad a lo temporal y ordinario.
Es lo que hace que cualquier elemento de lo cotidiano sea asunto al plan de salvación de
Dios. Es lo que convierte cualquier trabajo realizado con pasión en una fuerza creadora
divina. La esperanza es lo que nos hace seres racionales y evidentes que dan un paso
más de lo que la razón y las evidencias dicen. Es lo que nos hace vivir con realismo pero
dándole más peso a la promesa de Dios. Es lo que nos permite seguir creyendo cuando
otros muchos ya hubiesen tirado la toalla. La esperanza es la que, pareciendo que no
sirve de nada, lanza a trabajar por el enaltecimiento de los humildes de este mundo frente
a los poderosos y ricos de todos los tiempos. La esperanza es el puente entre lo
cotidiano y lo eterno: es la visitación de lo acabado a lo que aún no está terminado para
que siga su proceso sin prisa y sin pausa.
Hoy es día de María asunta al cielo. Y como el evangelio nos ha presentado a dos
mujeres hoy es día para celebrar a todas las “asuntas”, a esas mujeres tocadas por el
misterio que, viviendo en esperanza los gozos y las fatigas de la vida, llegaron a la fuente
del que siempre les dio de beber en sus desiertos. Hay grandes “asuntas”: Teresa de
Jesús, Teresa del Niño Jesús, Concepción Arenal, Hellen Keller, Simone Weill, Hermanita
Madeleine, Madeleine Delbrêl, Etty Hillessum, Edtih Stein… Pero, en expresión de
Francisco, están las asuntas “de la puerta de al lado”, esas mujeres que están de otra
forma con nosotros. Mujeres que las vimos vivir en esperanza lo del día a día: la tarea
sencilla, la relación fraterna, el dolor común. La lista es larga, cada cual tiene la suya.
¿Comenzamos? Gregoria, Celia, Marisa, Consuelo…