HOMILÍA DOMINGO III CUARESMA-C (20 marzo 2022)
Lc 13, 1-9
Algunos de vosotros os acordaréis de esos tiempos en lo que todo era pecado. A Dios lo
imaginábamos de tal forma que vivíamos en la angustia de hacer lo que nos apartara de
él o encendiera su ira. Ahora es diferente. Como en tantas otras cuestiones hemos
funcionado con la “ley del péndulo” y nos hemos ido al lado contrario. Ahora nada es
pecado y se cuestiona el mismo pecado. Pero, ¿pudiéramos hablar de este de forma
sana y evangélica? Claro que sí. Desde el evangelio de hoy podríamos explicar que hay
quien se siente “higuera improductiva”. Sentirse así no va contra la dignidad de la
persona, pues el que esto experimenta se da el valor suficiente como para sentirse sujeto
de deberes y derechos. Tampoco uno se siente “higuera improductiva” porque
sentimientos de culpabilidad lo lleven a torturarse por el incumplimiento de la norma o
porque su realidad no responde al ideal. Hay quien se vive como “higuera improductiva”
con lucidez, salud y responsabilidad. Porque sabe que, dentro de la condición humana,
se da como algo esencial: la limitación y el pecado. La limitación es algo pre-moral,
natural que me pone límites para hacer incluso lo que creo que está bien. Somos
limitados para hacer el bien que queremos e, incluso, para no realizar el mal que
deseamos evitar. Y todo ello no por nuestra maldad, sino por nuestra fragilidad. Pero
junto a la limitación está el pecado. Es cierto que la frontera no es nítida, que ambas
realidades se adentran en el terreno ajeno. El pecado pone en juego nuestra libertad
condicionada; es una opción suficientemente libre que supone ruptura, desarmonía,
dolor. El pecado es lo contrario al amor.
Para que este sentimiento de “higuera improductiva” no nos encierre en una culpa
narcisista sino que propicie un crecimiento integral se necesitan otras dos experiencias.
La primera: haber sido beneficiarios de la paciencia y del cuidado del buen labrador. Es la
experiencia del amor gratuito e incondicional por parte de Dios en Jesús. Es creer que
Dios establece un vínculo indisoluble con nosotros, no por lo que hacemos, sino por lo
que somos. Es sentir la mirada de ese Dios que cree en nosotros más que nosotros
mismos; que pone sus ojos, no en nuestros errores, sino en el deseo de entrega que se
esconde en todos nosotros. Es descubrir que si en su momento alguien no nos amó
como necesitábamos, Él, con su amor, nos ha dado la confianza básica para construir
nuestra vida. La segunda experiencia: la de romper con la tendencia narcisista de estar
siempre dando vueltas a nuestro pecado para descentrarnos escuchando el clamor del
pueblo y siendo respuesta a este grito. Es no ceder a esas fuerzas de muerte que nos
llevan a lamentarnos por lo que no somos y optar por la vida, por elevar la mirada, por
vivir más allá de nosotros mismos, por considerar el dolor de tantos otros.
Entonces, si existe el pecado se necesita la conversión; si el ser humano puede optar por
ser “higuera improductiva” se puede soñar con el dar fruto. La conversión es avanzar por
ese largo y complejísimo proceso que nos llevará a que nuestra sensibilidad sea la de
Jesús, a configurarnos con Cristo. La conversión requiere la responsabilidad que lleva a
la persona a hacer todo lo que pueda y la convicción de que la primacía en la acción la
tiene el Espíritu. La conversión cuenta con los dinamismos del cuerpo y de la psique pero
sin darles la última palabra. Pero la conversión muchas veces no nos lleva a cambiar lo
que desearíamos fuese de otra manera, sino a convertir nuestra reacción ante nuestra
propia vulnerabilidad y fragilidad. La conversión, en muchas ocasiones, es abrazar
nuestro ser vulnerable y frágil y, desde ahí, acercarnos a los vulnerables cercanos y
lejanos. Y, juntos, esperar en el Dios que siempre escucha el clamor de su pueblo.