HOMILÍA DOMINGO V PASCUA-C (15 mayo 2022)
Jn 13, 31-33a. 34-35
Todos hemos tenido experiencia de esas comidas en las que nos hemos sentido unidos
al resto de los comensales y hemos compartido con profundidad y sinceridad. El
evangelio de hoy nos muestra un contexto parecido donde Jesús se está despidiendo de
sus amigos. Uno de ellos lo va a traicionar vendiéndolo por unas cuantas monedas. Pero
este gesto tan duro será aprovechado para dar gloria a Dios, para hablar del amor
gratuito y sin límites del Padre. Y así como este ama, ama Jesús. Y buena muestra de
ello tienen los discípulos. A lo largo de su caminar juntos les ha mostrado su amor en la
forma de mirarlos, en cómo los eligió contando con sus debilidades, en la manera de
contarles y enseñarles con paciencia, en el soportar la dureza de sus corazones. Les va a
comentar que hay algo que les caracterizará como discípulos suyos: el amarse entre ellos
como Jesús los ha amado. Se lo pide tan encarecidamente que se convierte en un
mandamiento con una novedad enorme. Muchos años después nos llega el mismo
mensaje. Alrededor de la mesa de la eucaristía Jesús nos ofrece una señal clara de cara a
la gente: reconocerán la novedad del Evangelio en nuestra forma de amarnos, que no es
una forma cualquiera, sino la de Jesús.
Como solemos decir, vivimos en un mundo muy individualista. Aunque necesitamos a los
demás para poder crecer, pareciera como si esta dimensión esencial de la persona la
hubiéramos olvidado. Vivimos con la tendencia a replegarnos en nosotros mismos y es
como, si a lo largo de nuestros días, hiciéramos pequeños esfuerzos de salir de nosotros
formando una familia y teniendo unos amigos. Pero incluso estos proyectos de relación lo
vivimos muy desde nosotros mismos porque a ese grupo lo ponemos al servicio de
nuestras necesidades, o estamos muy encerrados en nosotros sin abrirnos al resto del
mundo.
Jesús nos ofrece una propuesta alternativa y contracultural de profunda actualidad. Lo
primero que nos dice es “Amaos los unos a los otros”. En la vida cotidiana esto no es
muy frecuente, ni civil ni religiosamente. A lo largo de la vida lo común es tener grupos de
amigos que van y vienen; que ahora están, pero pueden desaparecer poco tiempo
después. Es como si el único grupo que parece que tuviera más permanencia, y ya
tampoco, es el núcleo familiar. Religiosamente, normalmente, no se considera la
posibilidad de un grupo de referencia. Por regla general, la comunidad con la que nos
encontramos es la de la Misa del Domingo: personas sólo conocidas de cara con las que
celebro algo juntos de forma individualizada. De ahí que las palabras “amaos los unos a
los otros” sean una propuesta bastante llamativa. El “amaos” es una consideración a vivir
la vida para otros como lo más sano y evangélico; es vivir en beneficio de otros no solo
para ser santos, que también, sino para crecer como personas. Es romper la tendencia
de caminar solo y para mí, para vivir en compañía y para los demás. Esto, hoy en día, es
raro y provocador, incluso para los que vivimos en la Iglesia. Porque, a muchos ¿no les
sería llamativos espacios donde la gente se llamara por su nombre? ¿No les llamaría la
atención comunidades donde se interesaran, de verdad, por lo que vivo y me ocurre?
¿No sería señal de algo contracultural el encontrar personas donde poder compartir lo
que tengo y lo que creo? ¿No sería algo alarmante ver cómo teniendo bienes privados no
se atan a ellos para poder compartirlos cuando haga falta? ¿No sería diferente una Misa
donde me junto con muchos a un grupo de muchos que desean celebrar su fe
participando de la misma eucaristía?