HOMILÍA DOMINGO XXVI T.O-C (25 septiembre 2022)
LC 16, 19-31
Una vez más tenemos la inmensa suerte de recibir el regalo de la Palabra de Dios. Ella,
en ocasiones, nos ilumina; otras nos consuela y nos sostiene; y no pocas veces nos
interpela. Es lo que solemos llamar «remover la conciencia». En estos casos se necesita
cierta honestidad y humildad para mirarla de cara y soportar la fuerza de la Verdad que
nos desestabiliza y nos deja al descubierto. Suplicamos estos dones y nos adentramos
en el texto.
El evangelio nos presenta a dos personajes: un rico que vive y come muy bien; y a un
pobre que se llama Lázaro que come de lo que se cae de la mesa del otro, que está
enfermo y que solo se le acercan los perros. La diferencia es brutal, pero existe cierta
«armonía» en la relación. El rico no agrede al pobre. Lo que se pone de manifiesto está
muy bien expresado con una frase del profeta Amós: « ... pero no se conmueven para
nada por la ruina de la casa de José». No se critica la agresión, sino la indiferencia. Hay
un resquicio por el que podemos escaparnos la mayoría de los que leemos este
evangelio: que habla de un rico y nosotros no lo somos. Pero la cuestión no está en ser
rico o pobre, sino en conmovernos o no conmovernos.
Para conmoverse es necesario «abrir los ojos». En ocasiones, la realidad se impone con
tal rotundidad que «obliga» a abrir la mirada; pero, la mayoría de las veces, es un ejercicio
elegido de querer mirar lo que nos rodea. Esa mirada se hace con la cabeza, porque
necesita de la objetividad de la razón; pero también requiere que remueva los cimientos
de nuestra vida, por lo que es necesario mirar con el corazón. ¿Qué hubiera pasado si el
rico hubiera sostenido su mirada sobre la realidad de Lázaro? Dicen que «ojos que no
ven, corazón que no siente», pero una vez que se ha visto nos colocamos en el
disparadero de ́«mover ficha», de tomar una decisión. Una, volver a la situación de
ignorancia consentida, a seguir saboreando el que la vida te haya puesto en la parte alta
y abundante de la mesa haciendo el esfuerzo por ignorar los que malviven en los bajos
de esta. Otra, conmovido ponerse en marcha para hacer de este mundo una mesa donde
todos puedan comer, aunque quepamos a menos.
Cuando mueren Lázaro y el rico, este intenta que a sus hermanos no les pase igual.Y
pide que un muerto resucitado vaya a avisarles. Pero se le dice que si no tienen un
corazón dispuesto a acoger la Palabra no harán caso ni aunque presencien el mayor de
los milagros. En este camino de «con-movernos» ante los «lázaros» del mundo es
imprescindible «un corazón dispuesto a acoger la Palabra». Es necesario vivir al nivel de
ese corazón, allí donde tomamos las pequeñas y las grandes decisiones de la vida. A ese
lugar llevamos a «Lázaro» y en él se dan cita nuestras tendencias a pasar, a no mirar, a
vivir como si no existieran, a ir a lo nuestro; y también acude al encuentro la propuesta de
Jesús en el Evangelio, el proyecto del Reino, de la mesa compartida, del priorizar al
hermano frente a la acumulación de bienes, del vivir alegres comprometidos frente al vivir
desparramados y divertidos. Y esa Palabra, que es viva y eficaz, va transformando
nuestra sensibilidad en la sensibilidad de Jesús para ir mirando como él, y sintiendo
como él, y decidiendo también como él.
Este mundo es una «mesa» y hemos de decidir qué hacer con los que viven «abajo» de
ella. Recordemos que la cuestión puede ser ignorada, pero que llegará un día en el que
tengamos que mirar, sí o sí, la verdad cara a cara.