HOMILÍA DOMINGO XIII T.O-B (26 junio 2021)
Mc 5, 21-43
En ocasiones, como dice el sabio proverbio, cuando nos señalan a la luna nos
quedamos mirando al dedo. Lo que sólo pretendía ser un medio al servicio de algo mayor
termina convirtiéndose en lo que acapara nuestro interés y atención. Esto es lo que suele
ocurrir con el evangelio de hoy. El evangelista pretende hablarnos del Reino de Dios que
llega con Jesús y de cómo los milagros son signos de ello. Y de la necesidad de abrirse a
Jesús y al reino desde la fe. Esta es la luna. Pero, claro, ¡el dedo es tan deseable! Y lo
que más nos cautiva es que la mujer fue curada de su eterna hemorragia y que la niña
volvió a la vida. Por lo que, normalmente, este evangelio o nos frustra, porque nosotros
no fuimos atendidos; o alimenta unos deseos que, es más que probable, terminarán en el
cajón de nuestras frustraciones. Por eso, siendo un dedo hermoso, miremos la luna.
La cuestión es que nos encontramos con dos personas en situación extrema: una
porque está desesperada con su enfermedad y ya no sabe qué hacer; la otra porque se
le muere la niña de su alma. Para ellos, Jesús es la única posibilidad de salvación que
vislumbran. Tienen en él una fe plena y una confianza absoluta. Tan es así que la mujer
piensa que bastará con tocarle el manto; y Jairo apuesta por Jesús siendo jefe de la
sinagoga. Ambos se nos presentan como modelos de la fe que se traduce en confianza.
Como el oro se aquilata al fuego, en las estrecheces de la vida la fe muestra su
verdadero rostro. En las situaciones límites es cuando se pone de manifiesto la imagen
que tenemos de Jesús. Muchas, muchas veces acudimos a él pidiéndole la solución o la
sanación. Cuando no llega lo deseado nos sentimos defraudados y rompemos las
relaciones con Jesús o nos sentimos confusos al no entender por qué no nos escucha.
Otros acuden a Jesús sabiendo que lo que puede sostenerlos es sólo la fe que los
conduce a la adoración y a la confianza. La fe les hace entrar en el grupo de los
bienaventurados, de aquellos que se saben poseedores de una promesa de felicidad
aunque lloren, sean pobres o perseguidos. La fe les hace vivir con la convicción de que
están acompañados y sostenidos en las situaciones límites. Y desde lo más hondo de su
ser confiado pueden susurrar a sus miedos y ansiedades: “No temas; basta que tengas
fe”. Y estando como están en esa situación límite, su fe se aquilata tanto en su
sufrimiento, que pueden acompañar a aquellos que andan solos y extraviados en la vida.
Pongamos un ejemplo que está más allá de nuestro ombligo. Resulta que por
aquellos tiempos la comunidad de Jerusalén pasaba situaciones de verdadera
necesidad. Pablo dice a los corintios que, como en otras cosas, se distingan por su
generosidad; como Jesús que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su
pobreza. Les dice que no se trata de que ellos pasen necesidad para aliviar a los
cristianos de Jerusalén, sino de igualar, ya que ahora ellos tienen en abundancia. Porque
lo mismo llega el día en que las tornas se cambien. En el fondo es creer y confiar en las
Escrituras que dice: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le
faltaba.» Ahora vamos a cambiar los nombres: en vez de Jerusalén hablamos de los
hermanos de Mali o Nigeria; y en vez de ser los corintios somos nosotros. Pablo nos diría
que fuéramos generosos; que se trata sólo de igualar, de dejar de tener tanto para que
otros dejen de tener tan poco. Que nosotros también fuimos necesitados y otros nos
ayudaron. Pero, claro, la cuestión es que sólo teniendo la fe y la confianza en el proyecto
de Jesús que tuvieron la hemorroísa y Jairo podemos creernos lo que dice la Palabra,
que es posible un mundo donde podamos compartir abiertamente sin atrincherarnos.
Esta es la luna. Desear que la fe solucione solo nuestros problemas al margen del
proyecto del Reino es simplemente quedarse mirando al dedo.