HOMILÍA DOMINGO IV ADVIENTO-C (19 diciembre 2021)
Lc 1, 39-45
Las dos eran mujeres religiosas. Ambas vivían creyendo en el Dios de sus padres y
esperando los tiempos del Mesías. Diariamente recordaban el “escucha Israel, el Señor
es nuestro Dios, uno es el Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todas tus fuerzas…”. Eran, en expresión de la Escritura, como esas vírgenes
sensatas que, llenas sus lámparas de aceite, esperaban que llegara el novio. Habían
construido la casa de su existencia sobre la roca del Altísimo. Y sus vidas sencillas
transcurrían desde esta convicción: los momentos de oración, las horas en familia, las
labores cotidianas, los gozos y las fatigas de cada día. Pero un buen día, ese Dios que
siempre está como si no estuviera, las visitó de manera sorpresiva. De una forma que se
nos escapa tomaron consciencia de que ese Dios, que hasta ahora adoraron
pacíficamente como el verdadero, había venido a reclamarles lo que rezaban: “Todo el
corazón, toda el alma, todas las fuerzas…”. Sintieron en el estómago el vértigo de las que
tienen en su vientre una señal divina.
Este tsunami divino no ensimisma a María, sino que la extasía, la pone en camino hacia
una región lejana a la tentación del repliegue piadoso. Al oír el saludo de María todas las
entrañas de Isabel se le conmueven. Ante ella tenía a una mujer bendecida, elegida por
Dios para ser su madre. Desde hace tiempo el asombro se había alojado en su corazón.
Por experiencia algo podría intuir de la alegría de esa mujer que había creído y se había
fiado de Dios. Allí estaban ellas, dos seres frágiles habitados por lo divino, dos vasijas de
barro elegidas para albergar un tesoro. En medio de la montaña se abrazaron dos
mujeres alcanzadas por el Misterio. La una acogió y acompañó el asombro de la otra.
Asombro es gran admiración, extrañeza. Es que algo no nos parezca normal, sino raro,
fuera de lo común, de lo cotidiano; es extrañarnos por lo que sale de lo corriente, por lo
que no es usual. Pero, ¿por qué no nos asombra que nada nos resulte asombroso?
¿Hemos perdido la capacidad de asombro? ¿No es asombrante que no nos asombremos
por el sol, la luna y las estrellas? ¿No es extraño que no nos extrañemos porque nuestras
piernas se muevan, nuestros ojos vean o nuestro corazón palpite? ¿Qué nos ha pasado
para que no nos provoque asombro el poder comer un poco de pan o querer a alguien?
Si esto lo llevamos al plano de la fe, ¿no sería similar “no creer en Dios” que “no
asombrarnos de Dios”? Él puede ser lo más grande de nuestra vida, el centro de nuestro
corazón, al que ofrecerle todos nuestros días y vivirlo como si estuviéramos
acostumbrados a ello. Y aunque tuviéramos pocos años, nos habríamos convertido en
cristianos viejos, acostumbrados, sin capacidad de asombro. Renovar o morir;
asombrarse para de verdad vivir. Pero, ¿cómo cultivar esta capacidad de asombro? La
Palabra se refiere a Jesús como el “sol que nace de lo alto”. Lo que vale para asombrarse
de una puesta de sol, también nos puede valer para “extrañarnos” ante la grandeza del
Misterio de Dios. Y, ¿qué sería eso? Primero, párate y no pases de largo. Segundo, haz
silencio para centrar tu atención en lo que tienes delante. Tercero, no tengas prisa para
dar tiempo a que se aquiete tu espíritu. Cuarto, llámalo por su nombre para que no sea
cualquier cosa. Quinto, no digas nada para que su belleza te contagie. Sexto, levántate y
sigue tu camino con el corazón caldeado por ese sol que te acompaña, aunque no lo
sientas. Dicen que es más importante la calidad que la cantidad. ¿Os imagináis el poder
de fermentación de un puñado de cristianos asombrados por la persona, el mensaje y la
misión de Jesús?