HOMILÍA DOMINGO PENTECOSTÉS-C (5 junio 2022)
Jn 20, 19-23
Pentecostés es una de las tres grandes fiestas judías. En ella se agradecía a Dios la
cosecha de trigo y se recordaba el valor inestimable del compartir con los más
vulnerables: pobres, extranjeros, viudas, levitas… Nosotros hemos bautizado esta fiesta
donde agradecemos uno de los inestimables dones que Dios nos ha dado: el Espíritu
Santo. Nuestro deseo es ser hombres y mujeres de Espíritu, es decir, espirituales. Pero,
¿cómo vivir la efusión del Espíritu con los ojos bien abiertos, elevados al cielo y los pies
bien firmes en la tierra? ¿Cómo no caer en la tentación de ver la espiritualidad como ojos
traspuestos ajenos a la realidad? Como siempre, la Palabra nos ofrece claves.
El evangelio nos dice que aún era de noche y los discípulos se encontraban en casa con
las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús se puso en medio de ellos y les dijo:
“Paz a vosotros”. Les enseñó las manos y el costado; y ellos se llenaron de alegría al ver
al Resucitado en el Crucificado. El agujero de los clavos y la brecha del costado han
dejado de supurar para convertirse en fuente de paz. Es una paz que nace, no de la
evitación de la llaga, sino del poder contemplarla de otra manera tras haberla sufrido sin
anestesia alguna. La paz que les ofrece el Resucitado no es la que, normalmente, quiere
todo el mundo; sino la paz de la revelación, del descubrimiento en fe del Dios que sale a
nuestro encuentro en las heridas personales, sociales y de la historia. Es la paz que no
adormila, sino que ayuda a atravesar con plena consciencia lo que se vive.
El Resucitado después de ofrecerle la paz no los deja tranquilitos, sino que les ofrece una
misión. La relación con Jesús no les procura bienestar, sino tarea. Ellos tienen que
recoger de Jesús el testigo que le entregó su Padre: “Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo”. Mira que tenemos compromisos, ocupaciones y preocupaciones.
Lo más cómodo es ver en la fe algo que nos ayude a vivir, que nos proporcione
tranquilidad o resignación; la relación con un ser superior que, si fuera su voluntad,
tuviera a bien darnos lo que pedimos. De ahí que pudiéramos decir que el Resucitado no
viene a darnos, sino a “incomo-darnos”. El Resucitado nos hace misión. “Hacernos
misión” es más que realizar una tarea, es vivir en clave de construcción y compromiso.
No es tanto que yo haga esto, sino que en esto que hago haga presente los mismos
sentimientos de Jesús. Más que ir a un sitio es estar en el sitio que me toca con la
sensibilidad de Jesús. Porque la misión está allí donde se encuentra el corazón que ha
escuchado: “Paz a vosotros”.
Después sopló sobre ellos y les dio el Espíritu Santo. Para explicar esto te ofrezco una
imagen. Hazte cargo de la situación que te ha tocado vivir; considérala un momento, date
cuenta de lo que vives. Pon nombre a lo que sientes, a lo que opinas, a esos mensajes
que te lanzas a ti mismo. Sé consciente de lo que piensas de la vida a raíz de lo que
vives. Y estando de forma lúcida en eso que te toca vivir, imagínate al Resucitado
ofreciéndote su paz y soplando sobre ti. Experimentando el dolor de la fatiga, te ofrece
fuerzas; sintiendo el pellizco de la pena, te da consuelo; clavado a tu fragilidad, te invita a
confiar en su fortaleza; impotente ante la injusticia, te sopla el aliento de la esperanza y la
paciencia histórica. Así, el salón de casa, la calle del barrio, el dispensario médico, la
clase o el puesto del mercado se convierten en la casa de Pentecostés donde cada uno
puede hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua.