HOMILÍA JUEVES SANTO-C (14 abril 2022)
Jn 13, 1-15
Hoy celebramos el Jueves Santo “in cena Domini” (en la cena del Señor). Y en esta
celebración se realiza el bello signo del “lavatorio de los pies”. En este día tan hermoso
se deja constancia de algo fundamental: la eucaristía y el servicio están íntimamente
unidos. De hecho, Jesús en la primera eucaristía adelanta su servicio supremo, la entrega
de su propia vida. Él, que vivió amando, llevó su amor al extremo; él, que vivió sirviendo,
llevó el servicio hasta el final. Por eso, cuando como el Maestro, sus discípulos nos
ponemos a servir, a lavar los pies, mucho de sacramental hay en ese gesto. El “lavar los
pies” se hace “eucaristía”. Y celebrar la eucaristía nos hace ir por la vida “lavando pies”.
Pareciera como que en este día tan bonito solo pegara decir cosas bellas y, por tanto,
hablar de la grandiosidad de la Misa, del carácter central que tiene en nuestra fe, de lo
que significa y nos aporta. Pero si queremos llegar a esto, aunque resulte prosaico,
hemos de hacer una constatación: la celebración de la eucaristía, en determinados
contextos, está en crisis. Por un lado, la fe no se cotiza; y solo una fe personalizada da
sentido a la fracción del pan. Pero, por otro, hay un gran enemigo de las Misas, y es
nuestra forma de celebrarlas. En muchos casos, vamos a celebraciones donde no
conocemos a nadie; se nos invita a entrar en nuestro interior cuando normalmente no lo
hacemos; además de que todos nos lo dan hecho, y estamos de forma pasiva, el
lenguaje es artificioso y antiguo. De las lecturas apenas nos enteramos; y el que preside
puede o no puede haberse preparado la homilía. Los que no creen no vienen; los que
vienen muchas veces no saben por qué lo hacen; otros que venían no lo hacen tanto
porque no les dice nada. Y, desde luego, están los convencidos: bien porque les han
dicho que es muy importante, y no se plantean nada; o porque su fe les invita a celebrar,
sientan o no sientan, algo que los sostiene en la vivencia del Evangelio en sus vidas
cotidianas.
Por esto, más que nunca, hemos de celebrar el Jueves Santo “in cena Domini”. Es decir,
puestos los pies en nuestro ahora, hemos de volver los ojos a lo que Jesús celebró por
primera vez. ¿Por qué los primeros cristianos siguieron cumpliendo el mandato de Jesús
de partir el pan? Habían experimentado la Resurrección; tenían la íntima certeza de que
estaba vivo. Y unidos en la fe en el Resucitado se reunían en sus casas para hacer
memoria actualizada de lo que el Maestro dijo e hizo: “Tomad y comed todos de él...”.
Ellos rememoraban el deseo de Jesús de cenar en la Pascua. Y aún les llegaba con
fuerza el eco del signo del partir el pan y repartir el vino identificándolos con su cuerpo y
su sangre. Y en esas celebraciones caseras podían vivir lo de “cada vez que comemos de
este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”.
Hoy se nos invita a no vivir la eucaristía desde el “tengo que”. Es recuperar el acercarnos
a ella desde una convicción que va más allá del cumplimiento y del sentimiento. Y, para
llegar a esto, muchos de los que venían piensen que necesitan no venir durante un
tiempo. Se nos anima a ser personas de interioridad, porque no se puede pasar, de la
noche a la mañana, de la superficialidad a algo que requiere vivir desde le profundidad.
Se nos insta a superar los esquemas productivos neoliberales para vivir la gratuidad de la
celebración. Porque estamos acostumbrados a sacar rédito de todo lo que hacemos: un
buen sentimiento, una buena idea, una buena imagen; y nos cuesta estar en el tiempo
gratuito de lo sagrado, donde no siempre tiene que pasar algo por nuestra mente, donde
no siempre se siente lo que deseamos, donde no siempre se sale con la sensación de
haber aprovechado el tiempo. Se nos sugiere ir a la eucaristía también con alma de poeta
que, en ocasiones, prima más la bondad y la belleza que la verdad de lo que ocurre en la
celebración. Es vivir la Misa, en algunos momentos, como el que lee poesía, que sin
enterarse del todo acoge el misterio escondido de las palabras.
En este día donde celebramos la institución de la eucaristía es también una llamada a
crear esas condiciones que nos permitan volver o seguir manteniendo el espíritu de los
orígenes. A mí se me ocurren cinco. La primera, recuperar la dimensión comunitaria de
nuestras celebraciones. Algo me tiene que vincular a aquellos que celebran conmigo para
saber que comparto, que vivo con otros algo grande. En el cine estamos juntos y
compartimos película porque no nos queda más remedio, no es necesaria la comunidad.
Pero sin esta, la Misa, con el debido respeto, puede parecerse a un cine. La segunda,
llenar de vida cotidiana nuestras celebraciones. Una eucaristía que no esté impregnada
de lo que se vive, de lo que alegra o hace llorar, de los gozos o las fatigas es una
celebración que no ilumina por desconectada o que produce descanso por
desencarnada. El pan y el vino de la Misa están hechos de trigo y uva, pero también de
acontecimientos y circunstancias. Lo tercero es cuidar el signo. Nuestra Iglesia es muy
grande y heterogénea. En ella hay sensibilidades legítimas tan diferentes que se tocan
por la espalda. Pero un sector de ella vive la ruptura con lo institucional; sienten que lo
“oficial” ha dejado de ser signo para ellos, no los representa. Se encuentran más
cómodos viviendo la relación con Dios sin la mediación de la institución y, de rebote,
también sin la fragilidad mediada de la eucaristía. Lo cuarto es adaptar sin deformar;
hacer que el pueblo haga propio lo que celebra. Debajo de un mango he presenciado
liturgias con todo lujo de detalles que invitaban a orar, celebrar, cantar y bailar.
En quinto lugar, el servicio. La eucaristía se instituye para perpetuar el servicio supremo.
Sin relación a un amor extremado se queda vacía de sentido. Para celebrar la eucaristía
hay que ser amantes, frágiles pero amantes. En torno al altar se dan cita el que se da sin
límites y los que deciden vivir la vida dándose. En la eucaristía, como Pedro, nos dejamos
lavar los pies para ir por la vida lavando pies. Cuando celebramos la Misa olvidando que
es la fiesta del amor, cuando vamos a ella desde una vida muy alejada del amor, cuando
los que celebran a nuestro lado nos resultan indiferentes o el mundo está demasiado
lejos para interesarme de él, la celebración se va quedando mustia como la planta que se
separa de su raíz.