HOMILÍA DOMINGO XXXII T.O-B (7 noviembre 2021)
Mc 12, 38-44
En este domingo, la Palabra de Dios nos presenta la situación de dos viudas. Ambas nos
muestran la esencia de la fe, por lo que se convierten en testigos para todos nosotros. Si
os parece vamos a contemplar las escenas sin juzgarnos, sin estar pensando en lo lejos
que nos encontramos de lo que muestran. Dejemos que la belleza de los relatos
evangelice las profundidades del corazón.
La primera, es una viuda de Sarepta que vivía en tiempos del profeta Elías. Su situación
es extrema. Se encuentra recogiendo un poco de leña para preparar lo último que ella y
su hijo comerán antes de morir: la orza de harina y la alcuza de aceite están a punto de
vaciarse. Y precisamente en ese momento el profeta le pide que le entregue el único
bocado que alargará un poco más, no su existencia, sino la de el hijo de sus entrañas.
Elías la invita a no temer, a confiar en el Dios que llena las orzas y alcuzas de la vida. Sólo
tiene la palabra de un profeta hambriento. Se lo juega todo. Y se fía. La segunda, otra
viuda que va a depositar su ofrenda en el cepillo del templo. En términos absolutos
podría haberse ahorrado el viaje: lo que echó era tan poco que apenas servía para nada.
En términos relativos fue la mejor donante: porque no dio lo que le sobraba, sino todo lo
que tenía para vivir. En ambos casos su gesto de dar suponía una grave amenaza. De
entrada, se condenaban a morir. Su donación era suicida. Pero las dos lo hicieron desde
la confianza y el abandono en un Dios que cuida, que mira los fondos de las orzas y
alcuzas que se vacían, que está pendiente de los que están pendientes de los
necesitados hasta el punto de ser imprudentes con ellos mismos.
Hermanos, hermanas, nos encontramos justo en el centro de la experiencia creyente.
Aunque nuestra realidad diste mucho de este ideal contemplemos la belleza de lo que se
nos retrata. Y si el Espíritu nos muestra este horizonte, también nos acompañará por este
camino sosteniendo nuestro pobres pasos. Es la experiencia de Jesús que vive en la
confianza radical puesta en Dios, que es Padre. La experiencia del que vive en manos de
la Providencia, del que se entrega a la vida con pasión y abandono sintiéndose sostenido
por la mirada de Aquel que lo sigue con amor. Es la experiencia del que sigue creyendo
más allá de las evidencias; del que sabe esperar cuando se va viendo el fondo del final
fatídico; del que se abandona con infinita confianza, en medio de sus miedos, a la noche
de la prueba porque en su memoria está el recuerdo de un Dios padre, bueno y
compasivo. Es la experiencia del que mira con tanta pasión la necesidad del otro que
deja de mirar las propias necesidades. La experiencia del que da sin medida con el
convencimiento de que no le faltará el pan nuestro de cada día y, si le faltara, si la orza y
la alcuza se vaciaran realmente, aún quedaría la justicia misericordiosa de un Dios que ha
vencido a la muerte.
Se nos ha regalado el testimonio de una viuda de Sarepta en tiempos de Elías, el de una
viuda en tiempos de Jesús. Y quiero terminar con el testimonio de otro testigo, Carlos de
Foucauld, que escribía esto en tiempo de hambruna: “Compartamos, compartamos,
compartamos todo con ellos [los pobres] y démosles la mejor parte, y si no hay bastante
para los dos, démosles todo. Es a Jesús a quien se lo damos (…) y si después de haberlo
dado todo, para él, a él en sus miembros, morimos de hambre, bendita suerte (…). Y si,
sin llegar a morir, cayésemos enfermos por la necesidad, por haber dado demasiado a
Jesús en sus miembros, ¡bendita, dichosa enfermedad! Seríamos felices, favorecidos,
privilegiados, qué gracia de Dios, qué dicha, estar enfermo por ese motivo”.