HOMILÍA DOMINGO XXVI T.O-B (26 septiembre 2021)
Mc 9, 36-48
En la vida puedes tener la mala suerte de encontrarte con alguien que se relaciona de un
forma “tóxica”. Cada rato pasado con él o ella es un desgaste de energía; detrás de cada
despedida hay siempre un mal sabor de boca. Por el contrario, puedes descubrir a otros
que se relacionan de forma creativa; que van dando vida donde se encuentran; que no se
estancan ni retroceden, sino que siempre invierten sus energías afectivas en ir hacia
adelante. Son personas abiertas, que confían en los otros, que no se matan compitiendo,
que comparten, que no necesitan obsesivamente ser el centro. Son aquellos que al
relacionarse con nosotros mejoran nuestra capacidad de relacionarnos con nosotros
mismos y con los demás.
Hoy la Palabra nos ofrece dos ejemplos. El primero, Moisés. Ante un Josué celoso que le
pide que impida a otros profetizar, él responde con salud, sensatez y apertura: “¡Ojalá que
todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”. El segundo ejemplo
es Jesús. En este caso Juan no sólo protesta como Josué, sino que pasa a la acción: a
uno que no era del grupo le prohibe que expulse demonios. Pero la visión de Jesús es
más amplia, más creativa: “¿Por qué impedírselo? Lo lógico es que si hace milagros en
mi nombre, después no hable mal de nosotros. Mejor es sumar que restar; si no está
contra nosotros, está con nosotros”.
¿Cuántos proyectos humanos, familiares, eclesiales, apostólicos se habrán truncado por
los celos? Por los celos, ¿cuánto se podría haber avanzado en esto o en aquello y no se
ha hecho? En ocasiones podemos ser como Josué o como Juan: si no lo hacemos
nosotros, mejor que no lo haga nadie. Es pensar que es inconcebible que Dios actúe por
los otros sin que yo no sea el centro de esa acción. La alternativa a esta postura cerrada
y estéril: Moisés y Jesús. El “¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en
todos su espíritu!”; o el “No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi
nombre puede luego hablar mal de mí” saben a salud, vida y sensatez.
En otras ocasiones los celos tienen un carácter más grupal y consentimos que los
protagonistas puedan ser otros, pero si son de los nuestros. Es como si no cupieran las
diferencias: los de otros grupos, los que tienen otro nombre, los que pertenecen a otra
estructura, los que viven con otra sensibilidad están descalificados. Están “los otros” y
“los nuestros” y, desde luego, el Espíritu sólo está “con nosotros”, “con los nuestros”.
Pero algunos biblistas cierran un poco más el círculo. Sería considerar que en todo grupo
hay una élite. Juan y los otros discípulos seguían a Jesús radicalmente, como pobres
itinerantes renunciando a lo más básico. Si no pertenecían a ese “comando especial de
seguidores” no podían hacer lo que hacían ellos. Les resultaba inadmisible que pudieran
ser seguidores de Jesús quedándose en sus casas. ¿Nos puede pasar algo parecido a
nosotros? Sería como aceptar que somos del mismo grupo, pero que unos cuantos
somos algo diferentes porque creemos más, porque leemos más la Palabra, porque
hemos asumidos algunos compromisos extraordinarios, porque compartimos algo de
nuestro sueldo, porque… Los demás, pobres cristianos del montón sólo son capaces de
dar un vaso de agua. ¡Cuántos motivos de escándalo, cuántas trampas, cuántos
obstáculos nos ponemos, ponemos a los demás y nos ponen para seguir a Jesús! Sólo
se les pondrá una piedra de molino al cuello y se arrojará al mar o al fuego encendido
(metafóricamente hablando) a los superficiales persistentes que no se han preocupado
de ver qué hacen sus manos, a dónde les lleva sus pies o qué miran sus ojos.