HOMILÍA CORPUS CHRISTI-B (6 junio 2021)
Mc 14, 12-26
En esos tiempos en los que aún éramos más machistas había un contrato que
tenía las garantías de absoluta fidelidad, era el “pacto entre caballeros”. Pero existía una
categoría más auténtica y elevada, el “pacto de sangre”. Ambas partes la unían en señal
de compromiso dispuesto a llevarse hasta el extremo. Algo así, salvando las diferencias,
nos muestran las lecturas bíblicas de esta solemnidad del Corpus Christi. Y como si
fuese el despacho de un notario, Moisés estaba dispuesto a levantar acta. Por una parte,
el Dios bueno y fiel representado en el altar a los pies del Sinaí; por otra, el pueblo
fallador cual escopeta de caña. Ambos rociados con la sangre del animal sacrificado. Y,
después, una buena comida para cerrar el contrato. Pero dicho contrato o alianza quedó
antiguo en tanto que superado. Sabiendo la debilidad de la otra parte contratante, el
bueno de Dios vuelve a reincidir superándose con creces. En esta ocasión, para el pacto
la sangre utilizada no es la de animales, sino la de su propio hijo. Y, antes de morir,
adelanta el gesto supremo que habla elocuentemente del compromiso de Dios por todos
los seres humanos: el cuerpo entregado y la sangre derramada.
Y, todo ello, claro está, en el contexto de una cena, de una comunión en torno a
una mesa en la que se entregarán ambas partes: la sólida del amor de Dios manifestado
en Jesús; y la líquida, tirando para gaseosa, de unos apóstoles que nos representaban a
todos nosotros. Nuestro compromiso pasa por comer: “Tomad, esto es mi cuerpo”.
Comer es entrar, desde nuestra fragilidad, en comunión profunda con el comido, con
Jesús. Es abrir lo más profundo de nuestro ser a sus sentimientos, modos y maneras. Es
dejarnos configurar hasta en los rincones más recónditos de nuestro ser. Es dejarnos
cristificar. Pero comulgar también es reconocer presencias tan dignas como para ser
adoradas. Es ir más allá de las apariencias de pan y vino para entender que han sido
convertidas en lugares de encuentro con el Jesús que está dando, dándose,
descendiendo, habitando y trabajando en la mediación del pan y el vino. Es lo que hace
que para el observador externo no creyente sea una locura y para nosotros un gesto de
adoración de una presencia velada. Una presencia que te empuja a buscar otras
presencias; o mejor dicho, que convierte en presencia toda materia, al igual que el pan. El
mismo Dios que convierte en Hostia el pan, hace eucaristía lo que hacemos o
padecemos. Es el que transforma en templo nuestro cuerpo y “deifica” cada ser humano.
Y si la actitud del creyente ante la custodia es la adoración, dicha adoración se hace
compromiso político, en tanto que concreto, ante la realidad humana, personal o social,
convertida en presencia velada del Dios que, trascendiéndonos, se hace exageradamente
cercano.
Y dadas las circunstancias, hoy necesitamos recuperar la solemnidad del Corpus
Christi. No para que crean los que nos ven pasar por las calles procesionando la
eucaristía, sino para que se acreciente nuestra fe en la presencia mediada de Dios.
Antiguamente, a los israelitas les costaba creer en un Dios auténtico, pero poco concreto.
Era el Dios omnipresente pero intocable. Ellos necesitaban mayor concreción, poder
dominar a Dios. Y lo solucionaron construyendo un becerro de oro. No era Dios, pero lo
podían tocar. No es lo mismo, pero a nosotros nos pasa igual, pero al contrario. Nosotros
preferimos una presencia de Dios más abstracta, más íntima y menos visible, más
grandiosa pero menos concreta. Porque tanta concreción nos escandaliza. Cuando el
Doctor Watson critica el disfraz que Sherlock Holmes lucía para defenderse del profesor
Moriarti, Holmes le contesta: “Es tan descarado que resulta enmascarado”. Las
presencias descaradas de Dios no las soportamos, ponen a prueba nuestra fe. En nosotros hay dos realidades que dialogan: una prefiere el reino de la fantasía, la evitación
de lo concreto, la adoración abstracta. Otra, aunque tradicional, canta lo de “Oh, buen
Jesús, yo creo firmemente que, por mi bien, estás en el altar…”. Y habría que añadir,
como medio divino, en la realidad que me circunda, en mis sensaciones internas, en cada
trabajo realizado, en cada gesto de paciencia ante lo que me viene, en la realidad de mi
barrio o pueblo cercano y en los grandes movimientos planetarios. Es esa parte la que
hace continua profesión de fe ante todo (“Esto es mi cuerpo”); la que adora en medio del
bullicio de la calle; la que comulga estando abierta a lo que acontece; la que ama a la
Sagrada Hostia cada vez que vive la solidaridad práctica. Es la que canta al Amor de los
Amores y dice que “Dios está aquí” siempre y en todo lugar. Porque todo es “Corpus
Christi”, porque siempre es “Corpus Christi.