HOMILÍA NAVIDAD-C (25 diciembre 2021) - Jn 1, 1-18
Hace tiempo vi un belén muy original. Apenas se veía nada, pero se intuía todo. Es como
si desde muy arriba pudieras contemplar una pequeña casa iluminada en medio de una
noche cerrada y oscura. Sólo se veían sombras y, en medio de ellas, un punto de luz
minúsculo que la imaginación convertía en el lugar del nacimiento de Jesús. Pero esa
original expresión artística refleja, mejor que cualquier discurso, la realidad profunda.
En primer lugar, la oscuridad. Es como si no pegara ponerse intenso y realista en este
día, pero la luz de ese pequeño nacimiento brillaba más en el contexto de la oscuridad.
Sombras hay de muchos tipos. Por mencionar algunos comenzaría por las “sombras
estructurales”, esas que, por ejemplo, seguirán matando de hambre a millones de
personas cuando hayamos olvidado la pandemia del COVID. Están las “sombras
circunstanciales”, esas que sufres cuando la vida te trae enfermedad, paro, fracaso,
muerte… No son pocas las “sombras éticas o morales”, que convierten al ser humano en
menos humanos que los animales de compañía que reconocen y aman a sus dueños.
También abundan las “sombras existenciales”, aquellas que están tan en el fondo del
corazón que no son percibidas ni por los que las sufren; es la oscuridad de no tener un
sentido para vivir porque se considera todo nada y vacío. Estas sombras son de lo más
tímidas, porque tienden a esconderse. E infectando hasta los tuétanos a una persona
esta puede estar cantando, copa en mano, “Navidad, Navidad, dulce Navidad…”.
En segundo lugar, la luz que brilla allá en lo hondo del original nacimiento. La luz, claro
está, es Dios. Porque como decía un teólogo muy importante, Karl Rahner, el ser
humano, cuando supera su orgullosa autosuficiencia, puede sentir como se le regala, por
pura gracia gratuita, la plenitud. Y en medio de la oscura negrura de la perdición renace
la luz de la Esperanza: Dios hace posible un mundo soñado como casa común, un
corazón de carne con capacidad de amar, una existencia que tiene sentido aun en medio
del dolor. Pero esa luz del nacimiento está encarnada en las sombras que la rodean. Es
decir, Dios no envía la luz por “Amazon”, sino que la trae en carne y hueso, de modo que
viene y acampa entre las espesuras de la historia.
En tercer lugar, es una luz muy pequeñita, diminuta. La mayoría es oscuridad, la minoría
claridad. Pareciera que tiene la batalla perdida, como si no fuera bien recibida, pero tiene
una fuerza que es directamente proporcional a su aparente fragilidad. Es como el
fermento en la masa, o la insignificante semilla que termina cobijando a las aves del cielo
entre sus ramas; o como la célula cancerígena que en vez de extender enfermedad crea
una metástasis de verdad, bondad y belleza; o como el virus no visible cuya cepa es
altamente contagiante de valores alternativos.
En cuarto lugar, en este belén no hay elementos tradicionales. No se ven pastores,
ovejas, ríos con papel de plata o lavanderas. No encontrarás ángeles, mula, o buey.
Tampoco al Niño, a María y a José. Es como si se optara por una austeridad que ayuda a
centrar la mirada y la atención en lo realmente importante. No es un belén que va en
contra del tradicional; solo quiere ser humildemente alternativo. Si no pone pesebre es
para que puedas ponerlo simbólicamente en aquello que estés viviendo. Para que en
medio, también de las oscuridades de la vida, puedas intuir una luz que acampa;
diminuta pero poderosa; no fantasiosa pero real. Junto a este belén no se dice: “¡Feliz
Navidad!”. Solo se escucha el silencio que anuncia la posibilidad de felicidad hasta en las
entrañas de las noches buenas o malas.