HOMILÍA DOMINGO XXX T.O-C (23 octubre 2022(
Lc 18, 9-14
Cuando leemos las lecturas de la eucaristía nos acercamos a textos que, como poco, se
escribieron hace cerca de dos mil años. Y esto es mucho tiempo para un mundo donde
se programa la «obsolescencia», el que se queden obsoletos y desfasados los objetos
que compramos con mucho esfuerzo. Pero es curioso que la Palabra de Dios siempre es
actual, y no porque nos hable de las cosas o los acontecimientos más inmediatos, sino
porque nos retrata lo más genuino del ser humano de todos los tiempos. Es como si
radiografiara lo que permanece en toda persona ya sea de la edad de piedra como de la
«generación z». Y es que los seres humanos, dado el potencial de riqueza interior que
tenemos, somos muy complejos. Por estos lares hay una expresión que dice: «Eres más
simple que el mecanismo de un chupete». Y, cada uno de nosotros, tiene algo más que
tetina, anilla y escudo. Pero por complicar más lo que de por sí ya es complejo, la mayor
parte de nosotros nos resulta inconsciente a nosotros mismos. Y no por ello no afecta, al
contrario, nos viven con muchas fuerza las realidades ocultas a nuestra consciencia.
Pongamos un ejemplo.
Todo ser humano es un «homus imperfectus», es fragilidad, vive en la ambigüedad, es
una continua dialéctica entre fuerzas contrarias. Pero no siempre somos capaces de
mirar de forma acogedora nuestra realidad. Muchas, pero que muchas veces, nos duele
tanto lo que vemos que preferimos vivir desconectados de todo ello; es como si se
produjera una disociación entre lo que creo ser y eso que no me gusta y mando al baúl
de la inconsciencia. Pero lo curioso es que una de las reacciones ante esto es lo que dice
el fariseo de la parábola: «“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás
hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano». Al tiempo que
se vive envuelto en fragilidad ignorada, la persona se siente segura de sí misma y en
clara ventaja sobre los «desgraciados» que le rodean. E, incluso, todo ello puede estar
reforzado por una práctica religiosa muy intensa, pero muy desconectada de la realidad
más profunda de la persona: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo
que tengo». Otros, sin embargo, mantienen una actitud radicalmente opuesta. Ante esa
misma fragilidad no se quedan en sí mismos, sino que la trascienden y miran al que les
mira con ternura y compasión: «“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”». La cuestión
es que cuando nos dejamos mirar por el que nos ama con entrañas de misericordia
aprendemos a mirarnos a nosotros mismos y podemos decir, con espíritu fraterno, que
somos como los demás (“¡Y a mucha honra!”). Y en vez de acusar a los otros les
tendemos la mano para poder levantarnos y seguir caminando. Dicen que «mal de
muchos, consuelo de tontos», pero podría ser «fragilidad de todos, consuelo de los
muchos que se dejan amar y aman desde esa fragilidad».
Lo que realmente diferenciaba al fariseo del publicano era la falta de «autenticidad».
Siempre, pero más que nunca en estos tiempos, la Iglesia está llamada a ser «publicana»,
a ir por el mundo en contacto y consciencia de sus fragilidades; sintiéndonos frágiles
acogidos y perdonados que tienden la mano a este mundo de forma humilde y fraterna.
Porque es bastante fácil caer en lo del vivir en la ambigüedad y, al mismo tiempo,
considerarse superior a los demás. Pudiéramos estar demasiado seguros en nuestras
prácticas religiosas cuando nuestra vida va por otros derroteros; pudiéramos ser
defensores agresivos de una moral que nosotros mismos no vivimos; pudiéramos
confundir la autoridad como servicio al poder ejercido desde una enajenación de
nuestras fragilidades.