HOMILÍA DOMINGO XV T.O-B (11 julio 2021)
Mc 6, 7-13
Siempre vamos tan deprisa que difícilmente tenemos tiempo para pararnos,
contactar con nosotros mismos y pensar las cosas más triviales o más trascendentes.
Son muchos los que devoran acontecimientos, los que nos dedicamos a solventar
urgencias sin preguntarnos qué hacemos, qué queremos y hacia dónde elegimos
encauzar nuestra vida. Y al final de nuestra existencia nos damos cuenta de que hemos
pasado por ella sin que ella haya pasado por nosotros. En las cuestiones de la fe pasa lo
mismo. Quizás la vivamos sintiéndonos satisfechos o no en función del cumplimiento de
lo estipulado; pidiéndole que nos procure bienestar psicológico y espiritual; buscando en
ella algo de sentido para cuando los días aprietan; y agradeciendo un poco de
compromiso que nos deje satisfechos. La incorporamos al igual que cualquier órgano de
nuestro cuerpo que, si no duele, casi que no existe.
Pero, ¿vamos a hacernos preguntas? ¿Cuántos cristianos se marcharán a la casa
del Padre sin haberse sentido enviados, sin conciencia de haber recibido una misión en
nombre de Jesús? ¿Y qué significa ello? Hoy se nos practica una PCR para ver si
estamos contagiados del COVID. Uno de los síntomas de madurez espiritual es sentirnos
llamados a una misión. Si nos realizaran una prueba evangélica, ¿daríamos positivo?
Pero lo realmente importante es que vivamos de tal manera en proceso que un día, ojalá
más temprano que tarde, podamos hacer nuestras las palabras del evangelio: “En aquel
tiempo Jesús llamó a los Doce y los fue enviando…”. Clarificar algunos aspectos nos
puede ayudar.
Cuando pensamos en eso de la misión nos agobiamos imaginando añadir algo
más a lo muchísimo que ya tenemos. Y es cierto que el Evangelio nos lleva muchas
veces a intensificar nuestra vida añadiendo compromisos. Todos hemos tenido la
experiencia de hacer que quepa en la agenda algo que nos resultaba interesante. Pero la
misión no sólo hace referencia a algo más que hacer, sino a una nueva manera de hacer
lo mucho que ya tenemos entre manos. Misión es cualquier lugar o actividad realizada al
modo de Jesús. Ser enviado a la misión es “estar en misión” en la puerta del cole, en la
fila de la sucursal bancaria, corrigiendo exámenes, o llevando a cabo un proyecto de
acción social.
Sentirse enviado es vivir con la conciencia de que Alguien, que te ha dado mucho,
te pide un favor, te acompaña en la tarea y te regala a otros para que la podáis realizar en
equipo. Por ello, reavivas la consciencia de que, aunque solo estés cambiando el pañal
del bebé, se te ha llamado a construir Reino con ese gesto sencillo; Él se encuentra en ti
dando sentido y valor universal al pequeño gesto; y lo realizas sintiéndote parte del
cuerpo de la Iglesia donde, desde el amor con el que haces la tarea, eres el corazón.
El sello del enviado/a siempre es la austeridad y la pobreza de vida. Es el signo de
la autenticidad apostólica. Porque, ¿con qué autoridad pudiéramos hablar si nuestra vida
no refleja sensibilidad y compromiso con los más pobres de la tierra? ¿Cómo la
proximidad del Dios que ama se podría anunciar por parte de aquellos que no llevan las
marcas del compartir los gozos y las esperanzas de los hombres y mujeres? Y no sólo es
ir como sin “alforja, dinero o alimento” material, sino con la pobreza humana y la
fragilidad que nos caracteriza. Es ir con todo nuestro saber, elocuencia o recursos pero
habiendo experimentado que la fuerza no está en ellos; ya que desde muchas carencias
conscienciadas, trascendidas y confiadas Dios ha actuado con su fuerza liberadora.