HOMILÍA DOMINGO XXXI T.O-B (31 octubre 2021)
Mc 12, 28-34
Los escribas era personas muy preparadas. “Muy leídas” dirían algunos de forma
coloquial. Nadie como ellos conocía el Pentateuco y las distintas interpretaciones que se
daban de él. Pero su saber les llevaba a la falsa seguridad del control. Creían saber todo
lo que tenían que hacer y se obsesionaban con cumplirlo. Jesús tuvo sus trifulcas con
ellos. Les denunciaba por su rigorismo inhumano y porque, cuando les interesaba, eran
indulgentes con ellos mismos, pero siempre implacables con los demás. Sin embargo, en
esta ocasión el escriba con el que se encuentra es diferente. Es un hombre que busca de
verdad. Entre tantos preceptos que hacen insoportable la religión, ¿cuál será el más
importante? Jesús tiene una doble respuesta. La primera es conservadora: le recita lo
que él reza un par de veces al día: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único
Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente, con todo tu ser”. La segunda es rompedora, porque pone al mismo nivel del amor
a Dios otro precepto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ambos están en sintonía y
se reflejan mutuamente cómo comparten pareceres: “Muy bien, Maestro, tienes razón…”,
“No estás lejos del reino de Dios”.
La reflexión de este evangelio me provoca tres reflexiones de distinta índole. La
primera muy filosófica, la segunda muy teológica y la tercera muy práctica.
La filosófica: siempre entendemos eso del amor como algo que hemos de hacer o
de incorporar a la vida para ser mejores. Es como si el amor fuese algo que no está en
nosotros y tuviéramos que adquirirlo a base de esfuerzo, renuncia y sacrificio. El amor
sería como un incómodo acto de la voluntad. Pero, en realidad, el ser humano está hecho
de amor. Hemos nacido fruto del amor; y cuando no es así no levantamos cabeza en la
vida. Y estamos hecho para amar. Por lo que “no amar” no es un pecado, sino un
castigo; porque es condenarnos a no crecer, a encerrarnos en nuestra propia dinámica
de autocondena.
La teológica: San Agustín decía que la caridad son los ojos por los que vemos a
Dios. Y comentaba, él que era tan dado al estudio, que si nos faltaba tiempo para
estudiar las Escrituras y desvelar todo lo que en ella estaba oculto, que practicáramos la
caridad que ella comprende lo que entendemos y lo que no entendemos. Nos pasamos
la vida intentando buscar a Dios poniendo, en ocasiones, medios complejos y la caridad
se nos presenta como el instrumento más ordinario y eficaz. Acontecimiento o persona
que toque nuestra caridad lo transforma en lugar de encuentro con la divinidad.
La práctica: lo extremadamente sencillo nos resulta insoportable; así que
complicamos las cosas para defendernos de la cruda realidad. Si nos dijeran que la
caridad supone algo terriblemente complejo nos sería más asequible que si nos dicen:
“No le hagas a los otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti”. Pues así de fácil o de
difícil. El místico amor a Dios está al mismo nivel que la prosaica buena educación, que la
humilde cortesía cuando vas en el autobús, que el auténtico gesto de compartir lo poco
que tienes, que el superar el miedo ante los que son diferentes.
¡Qué tendrá el amor que nos hace sentir alegría cuando nos olvidamos de nosotros
mismos! ¡Qué tendrá el amor que quita la vida y la plenifica!