HOMILÍA DOMINGO V PASCUA-B (2 mayo 2021)
Jn 15, 1-8
Hace bastantes años un Papa llamado Pablo VI escribió una encíclica que marcó
la vida de la Iglesia. Se titulaba Evangelii nuntiandi. En ella decía que los hombres y
mujeres contemporáneos escuchan mejor a los testigos que a los maestros; y si
escuchan a los que enseñan es porque también dan testimonio. Jesús es un maestro que
habla con autoridad porque, sobre todo, es un testigo. Es un testigo veraz, que habla de
lo que tiene experiencia. Es el camino que puede llevar al conocimiento profundo del
Padre porque tiene con él una experiencia inigualable, original, profunda, íntima. El Padre
y Jesús son uno. Una comunión que no está sujeta a los vaivenes del tiempo, sino que lo
trasciende, porque es más que eterna. Es una relación fiel, basada en la confianza
absoluta que da lugar a una disponibilidad sin límites. Esa relación deriva en misión: el
Hijo confía tanto en el Padre que se dispone a trascenderse en obediencia filial.
Entendiendo lo anterior podemos captar mejor las entrañas del seguimiento. El
seguimiento es relacionarnos con Jesús como él lo hizo con su Padre. Y para ilustrar este
concepto tan fundamental en nuestra vida de fe viene en nuestra ayuda la imagen de la
vid y los sarmientos. En esta alegoría aparece un labrador, que es el Padre. El campesino
es el que prepara el terreno, lo cava, planta la vid, la riega, la abona y la poda. Gracias a
su trabajo continuo podremos comernos las uvas u obtener de ellas el vino. Así es el
seguimiento: desde luego exige de nosotros todo, pero siempre como respuesta a la
iniciativa de Dios. Aparece una vid, que es Jesús; a la cual están sujetos unos sarmientos
que, sin ella, se secan y sólo sirven para ser quemados. Esos sarmientos somos
nosotros. Nuestro seguimiento, por tanto, depende de la relación que tengamos con
Jesús, que debe ser como la que él tiene con su Padre. Vamos a apuntar tres
características.
La primera: una relación profunda en tiempos de superficialidad. Una relación
profunda es aquella que tiene la fuerza de desordenar tu vida para organizarla en función
de esa relación. Es una relación que te implica afectivamente, que ocupa tus
pensamientos y que reclama tus energías. Es querer al amigo, pensar en el amigo y
trabajar para el amigo. Todo esto en tiempos donde sólo quedan energías para relaciones
superficiales, porque vivimos tan deprisa y tan preocupados que nos encerramos en
nosotros para sobrevivir; y nos limitamos a ofrecer sólo la epidermis para nuestros
contactos fugaces.
La segunda: una relación llamada a permanecer, incluso en la poda, en tiempos de
liquidez. Es una relación que se construye desde el “permanecer para siempre” como
ejercicio de fidelidad mantenida en el tiempo. Una fidelidad que cuenta con los vaivenes
del momento, pero no está sujeta a ellos. Es más, una fidelidad que se aquilata en los
momentos de dificultad. Y todo ello en tiempos donde este planteamiento puede resultar
desfasado. Hoy no hay nada rubricado sobre lo sólido, sino lo líquido o lo gaseoso. Todo
se lo lleva el agua, todo se esfuma como el viento.
La tercera: una relación abierta a la misión en tiempos de repliegue. Es una
relación que no se encierra en sí misma, sino que la intimidad invita a la trascendencia, al
salir, al compartir, a hacer nuestros los proyectos del otro. El compartir con otros no sería
un peaje que debe pagar la relación, sino fruto de la misma si es auténtica. Y todo ello en
tiempos donde vivir es reservarse, donde relacionarse en encerrarse con algunos dejando
fuera a la mayoría.