HOMILÍA CORPUS CHRISTI-C (19 junio 2022)
Los que ya hemos cumplido algunos años nos suena una canción muy antigua, uno de
esos clásicos de la liturgia que entonamos los Jueves Santos, en la exposiciones del
Santísimo y, claro está, en el día del Corpus Christi. Comienza haciendo una declaración
de fe: “¡Oh, buen Jesús, yo creo firmemente que por mi bien estás en el altar!”.
Precisamente, la primera procesión del Corpus en el siglo XV pretendía exactamente
esto: hacer profesión de fe en la presencia de Jesús en el pan y en el vino de la
eucaristía. La canción sigue hablándonos de la forma de esa presencia: “… que das tu
cuerpo y sangre juntamente…”. Como decimos en el lenguaje teológico clásico:
“presencia real, verdadera y sacramental” del que siempre está dando y dándose.
Es probable que, antes, las procesiones del Corpus fueran una oportunidad para decirles
a los incrédulos de fuera cómo creíamos en la eucaristía los creyentes de dentro. Pero
actualmente hasta el de más adentro tiene que suplicar humildemente: “¡Oh, buen Jesús,
yo creo firmemente que por mi bien estás en el altar!”. Porque los que no tienen fe, no
creen en nada; pero los que la tienen, ¿qué es para ellos la eucaristía?
Todo comenzó en una cena de despedida, cuando Jesús tomó el pan, lo repartió y les
dijo que ese era su cuerpo que sería entregado. Y con el vino hizo lo mismo, diciendo
que era su sangre que sería derramada por todos. E insistió que lo hicieran “en memoria
mía”. Ya Pablo nos habla de una tradición que procede del Señor y que él quería
transmitir para que se celebrara bien. Y a lo largo de la historia de la Iglesia infinidad de
testigos. San Agustín llamaba a la eucaristía “misterio de piedad”. Santo Tomás de
Aquino se refería a ella diciendo: “Pan de los Angeles, al Rey de los Reyes, al Señor de
los señores”. San Juan de la Cruz la comparaba como una fuente: “¡Qué bien sé yo la
fonte que mana y corre aunque es de noche”. Santa Teresa de Jesús decía emocionada:
“¡Oh, Señor mío y Bien mío! ¡Que no puedo decir esto sin lágrimas y gran regalo de mi
alma! ¡Que queráis Vos, Señor, estar así con nosotros, y estáis en el Sacramento”. San
Ignacio de Loyola exhortaba diciendo: “Os pido, requiero y suplico, por amor y reverencia
de Dios Nuestro Señor, con muchas fuerzas y con mucho afecto os empleeis en mucho
honrar, favorecer y servir á su Unigénito Hijo Cristo Señor Nuestro en esta obra tan
grande del Santísimo Sacramento, donde su Divina Majestad, según Divinidad y según
Humanidad, está tan grande, y tan entero, y tan poderoso, y tan infinito como está en el
cielo”.
La fe de los testigos nos ayuda a creer en la presencia mediada de Dios en la eucaristía.
De la misma manera que en el corazón de las masas, de la historia y de las situaciones
está la presencia velada de lo divino, así lo está en la eucaristía. Lo está en esa
celebración debajo de un mango en tierras africanas, o en la capillita humilde de un barrio
latinoamericano; se hace presente en la solemne liturgia de una catedral o en la
celebración de pueblo con poca gente. Lo está de igual manera si se celebra con mucha
emoción o si esa celebración resulta lenta y aburrida. En lo prosaico del pan y el vino está
el Señor dando y dándose. Por un lado, como a Elías nos dice: “Levántate y come que el
camino es largo”. Y esa celebración, muchas veces no sentida, se convierte en el
alimento del camino, lo que nos fortalece, lo que nos hace disfrutar de las alegrías
sencillas de la vida, lo que nos sostiene en la pruebas y lo que alienta nuestra esperanza.
Por otro, la eucaristía nos contagia con sus modos y nos hace salir a la calle con talante
de entrega y de derrame; estar dando y dándose allí donde estemos y haciendo lo que
hagamos. Nos permite crear espacios de inclusión y de mesa compartida donde todos
quepan. Y la eucaristía nos remite a otras presencias. Como creemos que las especies del pan y el vino ha sido consagradas, también se nos invita a considerar que toda la
realidad ha dejado de ser profana para ser sagrada, para albergar la presencia de Dios.
La Eucaristía nos permite creer en una vida “eucaristizada”, preñada de presencia divina,
convertida en lugar de encuentro con el Dios que nos espera en todo y en todos.
El canto con el que comenzamos es fruto de una mentalidad y una teología determinada,
Hoy podríamos ponerle muchas objeciones. En otra estrofa dice: “… eres mi Dios, apelo
a tu bondad”. Dicho de otra manera sería: “¡Qué bueno eres, Dios mío! ¡Qué paciencia al
ver cómo no cuidamos bien el don que nos haces! ¿Cuántas veces hemos hecho uso
indebido de la eucaristía? ¿En cuántas ocasiones la hemos celebrado sin el menor
respeto y profundidad? ¡La de veces que la hemos ideologizado y manipulado! ¿En
cuántas ocasiones hemos preferido el rito a que se entere la gente de lo que celebra?
¿Cuándo hemos perdido el valor y el sentido de lo sagrado?”.
Pero, a pesar de todo, hoy queremos decir: “¡Oh, buen Jesús, creemos firmemente que
por nuestro bien estás en el altar!”.