HOMILÍA DOMINGO II T.O-C (16 enero 2022) - Jn 2, 1-11
¿Habéis visto alguna vez esos dibujos que juegan con la forma y el fondo? Si miras lo
más próximo ves una figura; pero si fijas tu mirada en lo de atrás aparece otra. Pues esa
es la impresión que da el evangelio de este domingo. Si atendemos a lo más inmediato
nos encontramos con una boda sencilla de pueblo donde se revela algo grande. A ella
también estaban invitados María, Jesús y sus discípulos. No sabemos por qué, pero se
quedan sin vino. De entrada, nadie se da cuenta; solo los que están atentos, los que
quizás beban poco y sirvan mucho. En este contexto se produce un diálogo que
hubiéramos pagado por presenciar. María le presenta una necesidad; Jesús le argumenta
para no actuar; ella parece no escuchar y remite al hijo; que, al parecer, hace lo que tenía
reservado para más adelante: unas tinajas vacías dedicadas a las purificaciones se llenan
de agua, que se convierte en un vino excelente. Hasta aquí la forma, pero ¿qué hay de
fondo?
La boda entera se convierte en un signo, en una manifestación de quién es Jesús. En
ella, por primera vez, se revela lo que tenía reservado hacer en la cruz, mostrar la gloria
de Dios. De ese Dios que ha venido a relacionarse de otra manera con el ser humano. Ya
ha pasado el tiempo del Dios de la santidad y la pureza que necesitaba de las abluciones
y exigía la separación de los impuros. Con Jesús, la era de las tinajas vacías había
pasado para dar paso a las bodas con vino de primera y en abundancia. Y es curioso
observar cómo Jesús tiene que vivir eso de “el hombre propone y Dios dispone”. Todo el
planteamiento teológico de dejar su gran revelación para la hora del calvario se ve en
parte trastocado porque su madre le invita a reordenar el orden de prioridades. ¿Os
imagináis diciendo, “hijo antes la obligación que la devoción”? Pero sus palabras fueron:
“No les queda vino”, “Haced lo que él os diga”. Para entenderlas hay que imaginarse,
ahora sí, a María al pie de la cruz de Jesús. Él, encomendándola a Juan, la hace madre
de todos nosotros. En nuestro nombre, al Jesús crucificado y glorificado, le sigue
diciendo: “No les queda vino”. A nosotros, en nombre del Jesús el Cristo, nos dice:
“Haced lo que Él os diga”.
Pero aún queda más fondo. Y llegamos a él, curiosamente, cuando miramos la realidad
más cercana a nuestros ojos: el contexto en el que vivimos. Mirado de pasada pareciera
que, incluso, no van del todo mal las cosas; porque, al fin y al cabo, con algunos
desajustes parecemos una sociedad organizada. Pero una mirada atenta como la de la
madre del Señor descubriría una sociedad que da la sensación de ser una boda que se
ha quedado sin vino o una vasija vacía en desuso. Los que no tienen se angustian por
vivir en necesidad o anhelando lo que no tienen. Los que tienen tienen para asegurarse
determinadas seguridades pero no pueden comprar lo que daría sentido a sus vidas. Los
que se han encontrado con la adversidad se ahogan en el dolor en un mar donde no
encuentran asideros. Los mayores sufren de soledad. Los jóvenes, si miran para atrás, no
valoran la memoria; si lo hacen hacia adelante ven oscuro el porvenir. Esta sociedad se
ha quedado sin vino. Y la pregunta sería: ¿cómo quieres situarte en esta boda que está a
punto de ir al traste? La madre del Señor se nos ofrece como icono. Ella es parte de la
boda, está como la que sirve, tiene una mirada atenta y convierte en oración llena de
confianza la visión de la necesidad. La devoción mariana pasaría por estar en este mundo
como hermano que vive con responsabilidad la suerte de sus otros hermanos; el vivir
superando la tentación de la indiferencia; el estar con los ojos bien abiertos; y el vencer la
tentación del desánimo desde la confianza y la esperanza. Y, así, hacer siempre lo que él
nos diga y, al mismo tiempo, suplicar por aquellos que no le quedan vino.