HOMILÍA DOMINGO VI T.O-B (14 febrero 2021)
MC 1, 40-45
Son muchas las personas que han recibido una noticia impactante; que sin hacer
nada les ha tocado en suerte algo que ha truncado sus vidas, les ha llenado de angustia
y les han hecho sentir absolutamente perdidos. Nunca podrán olvidar el día ni la hora que
le comunicaron el diagnóstico o le dijeron lo ocurrido. Otros pueden seguir sumando
intensidad a su horror, porque eso que les tocó los convirtió en unos proscritos de su
sociedad, en unos diferentes no deseados, en unos malditos según los cánones del
momento. Esta es la situación descrita en el libro del Levítico. La de una persona que con
horror descubre cómo le ha salido algo en la piel; de cómo espera el veredicto que le
dará la autoridad religiosa; cómo es declarado impuro y condenado a vagar abandonado
de la mano de Dios y de los suyos; apartado de todos y de todo porque le ha tocado ser
leproso.
Uno de estos, en su desesperación, se salta la Ley y se acerca a Jesús. De
rodillas, con profundo respeto, le dice que cree absolutamente en su poder; que si no lo
cura no es porque no pueda, sino porque no lo considera oportuno. No sabemos si Jesús
sentiría miedo ante el contagio, pero no se aparta. Todo lo contrario, siente compasión.
Lo que a otros asusta, a él le atrae; lo que hace llamar a una persona impura a él le anima
a actuar de forma cercana. Mientras la mayoría aparta al intocable, él extiende la mano y
lo toca. No lo toca superficialmente, ni con prisas, ni fruto de un reflejo espontáneo; sino
que lo hace convencido, movido por un sentimiento que le nace de las entrañas. Lo tocó
con convencimiento: “Quiero, queda limpio”.
Simbólicamente hablando todos somos algo leprosos. Todos tenemos algo,
pequeño o grande, que nos hace sentir impuros. Todos padecemos alguna “lepra” que
nos obliga a condenarnos a vivir apartados de nosotros mismos, sin aceptarnos del todo;
y temiendo que otros no nos acepten y nos aparten si se enteraran. ¿Cuál es tu “lepra”?
Pues eso que, a tu parecer, es motivo de condena y exclusión atrae poderosamente a
Jesús. A ti te hace huir de tI mismo/a; pero él extiende su brazo y, de forma
deliberadamente compasiva, lo toca. Su mano en nuestra herida la sana. A veces,
desaparece; otras, en cambio, permanece para siempre. Pero la lepra ha dejado de ser
condena para convertirse en posibilidad.
Sentir la mano de Jesús sobre nuestra herida restituye nuestra dignidad. Porque
con ella podemos sentirnos amados en nuestra fragilidad. Ya no sólo no nos aparta, sino
que hace posible la cercanía fraterna. Experimentar cómo Jesús se ha acercado y ha
tocado nuestra vulnerabilidad ha abierto las exclusas que tenían contenidos torrentes de
ternura, empatía y solidaridad. Yo leproso, tocado y sanado, puedo transitar por la vida
atrayendo a los excluidos por sus lepras. Mis heridas, que tanto me paralizaron, ahora
pueden ser resortes de sensibilidad ante las llagas ajenas.
Mira que le encargó severamente que no se lo dijera a nadie. Pues, nada, le faltó
tiempo: lo hizo y con grandes ponderaciones. Porque un tocado por Jesús es un sanado;
un sanado se convierte en un testigo; un testigo es una voz. Y aunque no pudiera hablar,
hasta sus silencios se convertirían en un testimonio elocuente.
A ti que te consideras leproso/a: deja tocar tu lepra por Jesús; te tocará la lotería.