HOMILÍA DOMINGO RESURRECCIÓN-C (17 abril 2022)
Jn 20, 1-19
Al amanecer del primer día de la semana, todavía estaba oscuro, María Magdalena llegó
al sepulcro. Se encontró la piedra quitada, pero la tumba estaba vacía: “Se han llevado
del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. El despojo era total, no le
quedaba ni un cadáver al que llorar. Era la experiencia de la soledad absoluta. Ella, que
había sido liberada de sus infiernos internos por la buena compañía de Jesús, ahora está
en la noche a la entrada de una tumba que no contiene el cuerpo del amigo. Y llevada
por la angustia corre a contar lo que le ha pasado. Pedro y Juan reaccionan al momento.
Al entrar, Pedro pudo comprobar que todo estaba allí, menos Jesús. Juan vio lo mismo y
creyó. Para él, la tumba vacía era un mensaje de Vida, ¡había resucitado!
Vivimos en un mundo de humanos que desean vivir más allá, como “trans-humanos”. En
el mundo de las grandes ideas y de los elevados pensadores se sueña con un ser
humano que se ha superado a sí mismo. Y entre las cosas que deja atrás es la realidad
de Dios que es considerado como una rémora para el crecimiento y el desarrollo. En el
mundo del barrio y de la calle no se dan estos planteamientos tan sublimes. La gente vive
o sobrevive; se levantan, luchan, anhelan pan, amor y sentido, lloran, ríen y se acuestan.
Pero de la misma manera, sin necesidad de alturas filosóficas, Dios ha desaparecido. Es
la “soledad radical”. Cada hombre y cada mujer se tiene solo a sí mismo; se pasa la vida
buscando la compañía de otros y nadie es capaz de apagar su deseo de infinito. Se
sienten a la entrada de un sepulcro donde no está ni el cadáver del que puede hacerle
compañía.
Y en medio de esta noche algunos viven con la convicción de una Presencia, humilde
como la llama del Cirio Pascual, pero con la capacidad de iluminar las tinieblas. En este
Universo se saben bien acompañados por un Dios Providente que los toma en serio y
que cree en ellos. Y esa humilde convicción la pregonan y cuentan su historia de
salvación. La historia de ese Dios que los llamó a la existencia; que fue liberándolos de
todo aquello que les impedía construir la vida desde Él; y que les prometió infundirles su
espíritu para que llevaran a cabo el proyecto de su existencia vivida desde Dios. Una
historia de cercanía y acompañamiento que alcanza la plenitud en la condescendencia de
ese Dios que toma carne y acampa entre nosotros; que pasa la vida haciendo el bien y
que nos ama hasta el extremo; y con el que estamos tan unidos que en él vivimos, nos
movemos y existimos.
Es Pascua. Es el tiempo de consentir a esa Presencia que nos origina, que nos sostiene y
que sale al encuentro de nosotros en lo que encontramos, en lo que sucede , en lo que
hacemos. Y lo hacemos a la manera de ese joven discípulo que entrando en un sepulcro
vacío: “vio y creyó”. ¿Qué es ver al Resucitado y creer en Él? Ver al Resucitado es ver de
todo menos al Resucitado; es, como Juan, ver sepulcros vacíos y sacar la conclusión de
que ha triunfado la Vida. Es mirar la realidad desde la profundidad de nuestro ser, desde
ese lugar del corazón donde se opta por la fe en un Dios Vivo que está dando, dándose,
descendiendo, trabajando y habitando todo realidad que no se parece en nada a nuestro
“resucitado imaginario y deseado”.
En un mundo de soledades radicales, hoy tenemos que proclamar una Buena Noticia:
“No, no estamos solos, ¡HA RESUCITADO!”.